Ilán Semo
¿Cómo entender la decisión de la Secretaría de Salud de cancelar las campañas de promoción y distribución de condones si no como otro paso más en el afán de proseguir con una simbiosis entre el Estado y la Iglesia que haría enrojecer al propio papado?
Hace aproximadamente 10 meses, el papa Benedicto XVI solicitó a un cardenal (paradójicamente) mexicano, Javier Lozano Barragán, presidente del Consejo Pontificio para la Pastoral de la Salud de la Santa sede, que emprendiera un estudio, casi sobrenatural se podría decir, sobre las facetas teológicas del uso del condón. En rigor, el estudio debía ser obviamente de orden moral y con fines justificatorios. Se trataba, como se supo después, de abrir un espacio infinitesimal y argumental para que la Iglesia pudiera legitimar el empleo de métodos preservativos entre sus fieles. Lozano Barragán terminó sus pesquisas el mes de diciembre. El decálogo de esta apertura redundó en la declaración del 10 de diciembre de 2006, en la que el condón era virtualmente perdonado de todos sus pecados previos, y su empleo quedaba garantizado en apretadas condiciones: sólo entre marido y mujer cuando uno de los dos cónyuges fuera el portador de algún mal cuya transmisión tuviera lugar por la vía sexual.
La primera anunciada condonación vaticana (o bendición, si se quiere) oficial del condón, que data de hace tan sólo dos meses, habla de uno de los mayores virajes de la Iglesia en el ámbito de su política hacia la sexualidad. No es mucho evidentemente, apenas una rendija. Pero así funciona la Iglesia: entreabriendo cerraduras para aguardar si alguien pasa por ellas, adaptándose, en estaciones lentísimas, a los tiempos que corren.
Sin condones, esos tiempos afectan hoy gravemente a porciones ostensibles de la grey católica (y evidentemente no sólo a esa grey).
No se necesita leer a Foucault para entender que quien controla las prácticas de la sexualidad controla el poder esencial de la sociedad: el poder de la autocoacción, de la autorrepresión que cada individuo es capaz de ejercer sobre sí mismo, controla fuerzas que gobiernan en principio al yo. La Iglesia conoce en detalle la magnitud de este dominio.
Las especulaciones sobre la decisión papal fueron innumerables. Hay muchas que son más que obvias: católicos y católicas de Africa que mueren por cientos de miles por no contar con métodos anticonceptivos; católicos en todo el mundo que mueren por la misma razón; niñez que nace infectada con sida; católicas embarazadas en la adolescencia, que hacen de las madres jóvenes solteras una variable ya demográfica; industrias clandestinas del aborto donde pierden la vida miles de mujeres, y se amasan fortunas por parte de clínicas y doctores clandestinos, etcétera.
Lo que ya no sorprende es que el panismo mexicano abra sus puertas a un puñado de criminales ("sin condón es un crimen", reza la campaña de una ONG brasileña) hoy instalados en el gabinete, que se hallan no sólo a la derecha del propio papado, sino a la derecha de Gengis Khan.
No sé qué parte del panismo comparta esta opinión. La mayoría de sus votantes se carcajearían de ella. Por lo pronto el senador panista Ernesto Saro impugnó la decisión del secretario de Salud. ¿Por qué no entonces enviar a los santos inquisidores que hoy ocupan la Secretaría de Salud a que se desgañiten en Congreso, y encargar a sus miembros más sensatos a que velen (textualmente) por la vida de los ciudadanos?
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