Ilán Semo
Ryszard Kapuscinski escribió alguna vez que el primer historiador, Herodoto, había sido también el "primer periodista". Si suponemos que en la antigua Grecia no existían todavía los periódicos, la metáfora nos plantea un reto. Las Historias de Herodoto no sólo cifraron el "modelo" al que este imprescindible testigo del sigo XX quiso ser fiel a lo largo de toda su prolífica obra, sino su libro de cabecera y el punto de partida de un periodismo que se antoja como el último testimonio honesto de una era que ha hecho de la información una paráfrasis de los avatares de la mercancía.
¿Qué fue lo que pudo entrever un periodista de nuestros días en un clásico de la Hélade?
El mundo de la experiencia. Como Herodoto, Kapuscinski se entregó al arte del primer observador: aquel que no sólo observa el mundo del otro sino que intenta habitarlo, compartirlo. Es famosa esa réplica que hace el periodista polaco del grupo de reporteros ingleses que deambulan por un escenario de guerra en Africa cargados de sus celulares que los comunican tres veces al día con Londres, viviendo en hoteles con menúes europeos, dotados de aire acondicionado y aislados del calor de la vida y la guerra, recibiendo órdenes absurdas de información desde las centrales de sus periódicos. "Los reporteros ingleses nunca estuvieron en Africa", sería el corolario.
El orden del drama. ¿Por qué se hace la guerra? La pregunta no consuela a quien la padece pero vertebra a quien pretende reportarla. Para los enemigos, para víctimas y victimarios, la guerra tiene razones distintas. Razones envueltas en mentiras, propaganda y efusiones comunicativas que pretenden intimidar al adversario y disuadir a los propios ejércitos. Para el periodista la disyunción es ser parte del espectáculo o su testigo más escéptico. Kapuscinski exige al cronista una apuesta con la distancia, con la mesura que proporciona la detección no de las razones que ofrecen los guerreros, sino los significados que adquiere estar en el frente de batalla.
De cara a la batalla podría ser el título de ese drama que se disuelve en los grandes slogans políticos, y que sólo el soldado y su víctima conocen como la "mayor degradación del hombre". Las crónicas de Kapuscinski no hablan de la "muerte", ese concepto filosófico que tanto ofrece a filósofos y antropólogos: hablan, a mi manera de ver, del muerto, de ese que se ha ido dejando una estela conmovedora y aterradora de devastación entre los suyos.
El arte de lo concreto. En la guerra, a los hombres no los mueven las grandes ideas ni los principios políticos o teológicos, los mueven los intereses más contingentes, mezquinos y degradantes. Los moviliza el terror de no morir. Como ningún otro periodista, Kapuscinski hace de sus crónicas un testimonio del único principio que parece mantener unida a una comunidad: el miedo.
No es difícil observar lo que divide a una sociedad. La economía, la piel, la ideología, la religión, el estatus... Toda la sociología moderna parece estar dedicada a enumerar aquello que separa y confronta a los miembros de una sociedad. ¿Pero qué la mantiene unida? La respuesta de Kapuscinski ha sido la más sincera y desgarradora del fin de siglo que se llevó consigo a las grandes ideologías: el miedo.
El miedo es el sustrato, el cemento de toda sociedad, aquello que le permite permanecer cohesionada a pesar de todas sus diferencias y ninguna se atreve a aceptarlo.
Bastaría valorar esta tesis para reiniciar el recorrido de comprender y comprendernos desde la cercana inmanencia que nos ofrecen las crónicas de Kapuscinski.
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