Por Jesús González Schmal
La democracia cristiana nace con la posguerra en Alemania e Italia como una nueva vía que rompía la bipolaridad del mundo entre el socialismo y capitalismo. Esta opción se nutría del contenido de las encíclicas sociales de la Iglesia que, aún inspiradas en el Evangelio, se dirigían a los hombres de buena voluntad que no necesariamente por medio de la fe religiosa, sino por la propia razón natural, buscaban un mundo en paz, regido por la justicia social y la ética política. Fueron expresas por parte de esta corriente las condenas al capitalismo inhumano que sólo creía en la acumulación de riqueza sin taxativas. De igual forma condenaba al comunismo soviético, en tanto su objetivo hegemónico vulneraba libertades y sometía nacionalismos regionales.
Los principios de la democracia cristiana procedían de la encíclica Rerum Novarum (1891), que postulaba la vocación del hombre a su responsabilidad política y social. Partía del reconocimiento del destino universal de los bienes, en el sentido de que Dios no creó propiedades privadas y por lo tanto todos los hombres por igual son acreedores del conjunto de bienes existentes. De igual manera defendía el derecho al trabajo digno sobre el capital (Laborem Excersens) y, desde luego, la libertad en el orden y en la democracia dentro del concierto internacional de naciones respetuosas de la soberanía en cada una de ellas, como presupuesto necesario para alcanzar la paz mundial duradera y justa.
Nadie puede dudar que esos valores revivieron la conciencia de la humanidad que, a la par de los reclamos de justicia laboral que motivaron las luchas obreras con el anarcosindicalismo y las proclamas socialistas de mediados del siglo XIX, fueron los motores que generaron el nacimiento de las garantías sociales en nuestra Constitución de 1917, que apenas cumple 90 años y se adelanta a muchas otras al consagrar ya no sólo las garantías individuales, sino las sociales por las que luchaban los movimientos revolucionarios en el orbe.
La democracia cristiana concebía también, contra el Estado gendarme del liberalismo clásico, un Estado activo, gestor, subsidiario y responsable de la justa redistribución del ingreso para lo que, incluso, era menester que asumiera actividades productivas en áreas estratégicas para preservar el cumplimiento de éstas al bien común y al ejercicio soberano de las economías nacionales, ante el acecho de las transnacionales como poderes fácticos y arietes del capitalismo.
Qué lejos está ahora la democracia cristiana de esos objetivos. Su triste involución la ha convertido en compañero de viaje de la globalización capitalista comandada desde Washington. Bajo el dogma del libre mercado se erigen altares a la inversión especulativa y a la extranjerización de las empresas de servicios financieros y por este medio a la apropiación, vía privatización, de la mayor parte de la infraestructura nacional hecha con el trabajo y esfuerzo de décadas de los mexicanos. Pero mucho peor, ha perdido su carácter de tercera vía y se ha convertido en el aliado incondicional de los intereses de Bush para hostigar y denostar a los gobiernos de centro-izquierda en América Latina, que han surgido para defenderse de la invasión neoliberal que ha empobrecido a la mayoría de los pueblos del planeta y ha enriquecido a los grandes centros financieros de las potencias industriales.
Por ello la inclusión y operatividad del PAN a través de Manuel Espino como cabeza visible de El Yunque en la Organización Demócrata Cristiana de América (ODCA) tiene hoy un valor estratégico en política exterior para EU en orden a contrarrestar el avance de la centro izquierda socialdemócrata en el continente. Entusiasmado por la llegada de Calderón, Bush ha reconocido a éste y a su partido como el más útil esquirol para golpear a gobiernos hermanos de América Latina, haciéndolo renegar de la postura tradicional de la política exterior mexicana, que había tenido como característica la fraternidad y el respeto con todo el subcontinente.
Así, la democracia cristiana de Adenauer, De Gasperi, Freire, Caldera, etcétera, no sucumbió sólo por la corrupción que en Europa envolvió a estos partidos, sino ahora, por la regresión manifiesta de sus tesis de contenido social, trastocadas en un capitalismo global antitético a las demandas consignadas en los documentos pontificios que se decía defendían el bien común sobre el bien particular. Todo este fenómeno implica, en el fondo, una traición flagrante a los fundadores de la democracia cristiana y a los ideólogos originales que concibieron a Acción Nacional como partido político comprometido con el desarrollo social verdadero.
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