Rolando Cordera Campos
Los días se van y la rutina sirve al gobierno para decirse por las noches que gobierna y que la nave va. Pero lo cierto es que ante una población politizada como nunca, los desfiguros del ex presidente Fox no hacen sino confirmar que el Estado está sitiado por la irregularidad y que la ilegalidad se apoderó de las mentalidades y reflejos de buena parte de los grupos dirigentes dentro y fuera del sistema político formal. Lo peor: los que se van se quedan y contaminan el continente, como el señor Espino, mientras que los que llegaron simplemente no están.
La asistencia de gobernadores de oposición a los actos del gobierno y su Presidente no aligeran la carga de la duda, y la prueba de que se vive bajo un régimen legal y legítimo sigue en manos del partido gobernante y sus representantes. El vacío, sin más.
Ni la economía ni la política parecen capaces de aportar válvulas de escape a lo que sin aviso puede volverse un torbellino. Pero es en ellas donde hay que buscar las claves para sostener el mínimo de estabilidad de que hoy se goza, en buena medida debido al comportamiento responsable de las oposiciones y a los esfuerzos de López Obrador por crear cauces de expresión pacífica de un descontento exacerbado por la desfachatez inepta de Fox y sus acompañantes.
De la tragedia de Pasta de Conchos pueden haber querido sacar raja los apostadores de siempre, pero su avidez irrespetuosa no debía servir para soslayar lo que está en el centro: la prepotencia criminal de la empresa y la complicidad de funcionarios. Es en el reconocimiento de esta añeja complacencia estatal con los patrones, donde se encuentra el principio de una salida que dé dignidad a la industria y mínimos de justicia a los trabajadores. Lo que resulta oprobioso es el intento de usar esta tragedia para arremeter contra los sindicatos y violar la legislación laboral, cuyo carácter tutelar no fue abolido por la reformitis con que se quiso maquillar la versión vernácula de la "revolución de los ricos".
La fiebre del globalismo puede estar quedando atrás en el norte, debido a la reacción defensiva de los pueblos y de franjas de los grupos dirigentes que atisban las catástrofes que su continuación traería consigo. Pero aquí, al confundirse globalización con camino y pensamiento únicos, el hipotético centro que rescataría la política de los extremos a que fue llevada por el neoliberalismo parece incapaz de trazar nuevos rumbos o de sostener sus periferias, sometidas al pánico creado por los defensores a ultranza del privilegio, o afiebradas por el abuso de poder que el país vivió el año pasado, sólo para que el homo marlboro se desquitara.
Sin volver a lo básico en la economía y la política no habrá salida ni mediación política, y la sociedad seguirá su destructivo curso polarizante. Lentamente o a paso redoblado, los extremos tenderán a juntarse en un escenario de confrontación sin plataformas de negociación a la vista de los contendientes y sus masas. De aquí la urgencia de replantearse los problemas fundamentales de la economía, dominados por la escasez y la erosión de los viejos métodos de dinamizar el conflicto, y de darle a la política un carácter democrático, es decir, representativo de los grupos y las clases sociales y no sólo de los intereses enfeudados de una oligarquía que se comporta como si el país en su conjunto estuviera a punto de desmoronarse.
En esta coyuntura, el papel de la izquierda y de otras inspiraciones políticas que se aferran a su origen nacional y popular se vuelve crucial. Apresurarse en la aceptación del primer acomodo que el poder ofrezca, o conceder en lo primordial a la espera de unas compensaciones ilusorias, como podría ocurrir en los casos de la energía o la tributación, es algo peor que oír el canto de las sirenas: es firmar su sentencia de disolución como fuerza política con vocación de poder y gobernar.
Pero, a la vez, toca a las izquierdas y a los destacamentos del progresismo que queden después de la debacle priísta tejer la trama para nuevos entendimientos que valoren el cambio político logrado y pongan por delante un mínimo catálogo de reformas sociales que urge realizar.
La fuerza de la estabilidad social y de la gobernabilidad política no es la coalición de derecha que no ha encontrado un centro creíble y eficaz. Dejada a su libre transcurrir, esta coalición maltrecha puede dar paso a una situación sin control. Imponer un nuevo curso de desarrollo estabilizador, con espacios novedosos de dirección y visión de futuro, es la ironía histórica que la izquierda tendrá que intentar vivir en estos tiempos duros.
Pero en esto no hay fatalidad ni leyes de hierro. Hay que caminar mucho y pensar más. Y rápido.
Adiós al querido amigo Julio Pliego
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