Guillermo Almeyra
Por supuesto, no se pueden condenar las negociaciones en abstracto: negocian los huelguistas con el patrón tanto si vencen como si son derrotados, negocian los sindicatos con los capitalistas y con el gobierno, negocian los partidos con el poder central. La negociación se impone, en efecto, cuando ninguno de los actores del conflicto puede imponer totalmente su voluntad, cosa que sólo ocasionalmente sucede. Por lo tanto el problema no consiste en si se negocia o no, sino en qué se negocia, cómo se negocia, con quién se negocia. Porque es evidente que la ética y la más elemental lógica política vedan negociar la propia independencia y someterse totalmente al adversario o negociar conquistas históricas, y es igualmente obvio que no es posible negociar apelando sólo a los argumentos jurídicos con quienes han violado y violan todas las leyes habidas y por haber, ya que los argumentos, sin una relación de fuerzas que los respalden, son papel mojado en la mesa de negociaciones.
Además, hay que saber con quién se negocia: un gobierno, como el de Felipe Calderón, que surgió del fraude y se ufana de ello, que dice también que hay que disminuir la inflación reduciendo los consumos y los ingresos de los mexicanos, que la mano de obra es poco competitiva frente a la china (y, por consiguiente, no deberían haber sindicatos, leyes laborales y salarios superiores a los chinos), que se mantiene gracias a las fuerzas represivas, a las que privilegia y promete represión y entrega total a la voluntad de Washington, por deducción lógica no es un posible firmante de "un nuevo pacto social" como piden muchos sindicatos dirigidos por charros y las organizaciones campesinas del PRI. Mucho menos aún es un ente cuya política fiscal o cuya visión de la reforma del Estado pueda ser apoyada y compartida sin grave daño para los trabajadores y el país.
El simple realismo dice entonces que, incluso para frenar la brutal ofensiva contra los ingresos y los derechos de todo tipo en una negociación, hay que conquistar posiciones, movilizar, crear una nueva relación de fuerzas y demostrar claramente ante todos el carácter del que quiere seguir engañando al hablar del "interés nacional", de la "unidad de los mexicanos" y otras lindezas por el estilo. El interés nacional, precisamente, exige el fin de ese gobierno y de esa política hambreadora, entreguista y antinacional. Y es preciso dejar claro ante los mexicanos que trabajan que no hay nada que los una a los que viven de su explotación, que la nación no es una ni el enemigo irreconciliable es sólo un adversario político eventual.
Pero para cambiar la relación de fuerzas en el campo político y social es indispensable unir los esfuerzos y las luchas de quienes buscan otro proyecto de país detrás de objetivos y movilizaciones comunes. Eso no significa que todos se fusionen detrás de una sola dirección y, mucho menos aún, de una que se empeña en creer posible que, aunque le robaron al pueblo las elecciones de 1988 y de 2006, en 2012 el Espíritu Santo iluminará pese a ello a los fraudulentos y represores que gobiernan y las urnas podrán entonces imponer un gobierno legítimo. No se trata, pues, de una fusión sino de que cada uno mantenga su identidad y sus ideas, pero sea capaz de golpear junto a quien tiene identidad y política diferente pero con el que comparte puntos importantes para la acción y para la politización de los mexicanos. En las alianzas lo esencial es reconocer que las diferencias con el enemigo son mayores que las que dividen entre sí a los aliados, es reconocer en el otro, el diferente en muchas cosas, todo lo que nos puede unir, aunque sea por un corto trecho, aunque sea discutiendo las diferencias mientras se actúa en común. En el movimiento obrero, lo esencial es hacer que el "patriotismo de clase" se sobreponga a los intereses corporativos o particulares, es poner el interés común y la independencia nacional por sobre todos los intereses mezquinos (y utópicos, porque no se puede obtener nada si se debilita la fuerza común, quedando a la merced de la gracia de los que detentan el poder).
El hacerse el sueco y mirar hacia otro lado cuando están en juego el nivel de vida, los derechos humanos y sociales, la democracia constitucional y la propia independencia del país no es sólo una actitud antisolidaria, éticamente repudiable, y no es sólo sectarismo: es suicidio puro si quien adopta esa posición se dice revolucionario porque, si el gobierno aplastase a los sindicatos y a los campesinos y destruyese las bases del juego político legal, no dejará rincón alguno del país sin someter a su militarización y uncirá México al carro bélico de Estados Unidos.
El más elemental sentido común obliga a ver como propios los problemas de los demás oprimidos y explotados y a unirse a ellos en un solo frente amplio político y social al cual cada uno aporte sus particularidades, que sea democrático en la adopción de sus posiciones y en la organización de las luchas. ¿Cómo cambiar el país sin partir de la lucha común para discutir las diferencias entre quienes luchan codo a codo contra un enemigo común y por el mismo objetivo -que creen conseguir, sin embargo, con métodos y política diferente- o sea, por una asamblea constituyente? Esta no puede venir de un cambio en la composición del Congreso: sólo puede ser impuesta por la mayoría, es decir, por todos los que, en el plantón en el Zócalo, en la convención nacional democrática, en la APPO, en las movilizaciones, en la otra campaña, han combatido hasta ahora en orden disperso. Sin unidad de acción no hay triunfo posible.
¡OJO! SIN UNIDAD NO HAY TRIUNFO POSIBLE Y LA SUPERVIVENCIA ES LA QUE ESTÁ EN JUEGO.
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