Luis Linares Zapata
Mientras el señor Felipe Calderón, presidente del oficialismo, pronunciaba un excelso discurso ante correligionarios panistas, sus emisarios en el Congreso urgían, con embelesada prisa, una iniciativa estructural para crear, según alegan, el ISSSTE del futuro. Uno que, según opositores, afectará los intereses de los trabajadores de esa institución. Un ISSSTE privatizado que requerirá, en voz del secretario Agustín Carstens, toda una reforma hacendaria para financiarlo. Uno que, con base en lo que sus críticos argumentan con razones de peso, tendrá demoledor impacto en los de mero abajo, en esa muchedumbre de burócratas que forma el piso de la pirámide salarial pública. Es más, parte del inmenso ahorro que Calderón augura que se obtendrá con la reforma, lo conseguirá, si acaso, de dos fuentes básicas. La primera, al alargar el lapso de edad para la jubilación tanto a hombres (65 años) como a mujeres (60). La segunda, al reducirse el monto de las pensiones mayoritarias hasta una fracción del salario mínimo que, al final de su vida útil, gestionará quien cumpla los requisitos estipulados.
De nueva cuenta, tal como lo hicieron los legisladores que trastocaron la Ley del IMSS, los priístas, amigables compañeros del viaje panista hacia la sui generis "transformación estructural" del país, confiesan, con forzado candor de senadores bien intencionados en su mero fondo anímico, que no es la mejor norma que pueden aprobar en este álgido momento. Tendrán que esperar, confiadamente, en que andando el tiempo alguien más modificará las ya detectadas imperfecciones. Lo urgente, por ahora, es cumplir los compromisos cupulares entre Calderón y los mandones priístas, y de todos éstos con sus meros patrocinadores, los señores del gran poder decisorio, aquellos sin los cuales sus carreras quedarían en desamparo y sus acariciadas ambiciones serían truncadas por feroz veto descargado desde las alturas del Olimpo. Total, dirán para sus adentros, cuál es la importancia de defender los intereses de miles de burócratas que aún ni siquiera empiezan a trabajar en las instituciones públicas.
Muy otra cosa son las comisiones que cobrarán las Afore, donde casi irremediablemente terminarán los discutidos ahorros de los trabajadores públicos. Muy otra cosa son los montos enormes de recursos que Calderón podrá usar para apoyar a concesionarios de carreteras de cuota. Muy otra cosa para todos aquellos que emplearán esa masa de recursos para financiar sus negocios entrevistos. Eso es lo que en verdad cuenta. Hay que tener imaginación para percibir los inmensos beneficios en empleos, las menores horas por traslados, la competitividad de la fábrica nacional; en fin, todas esas virtudes que los emisarios, los agentes de los dueños del país, ambicionan para beneficio de los simples mortales amodorrados.
Pero mientras todo ese jaleo pensionario ocurre, para Calderón, de acuerdo con sus palabras ante los panistas de pura cepa, se distinguen varias categorías de mexicanos. A unos, los elegidos, desea verlos unidos al cuerpo básico de la militancia de su partido. Ellos son, para él, los que han accedido a estadios superiores de vida personal y política en el país. Creyentes convencidos en la búsqueda del bien común, hombres libres, capaces, mujeres que llegaron por su propia libertad al partido: a los que, en efecto, se les puede catalogar de ciudadanos ejemplares. Pero también alerta a los contratantes de panistas futuros acerca de otras categorías posibles o reales de mexicanos. Sujetos que, mediante refinados métodos de reclutamiento, Felipe desea alejados del PAN, porque lo llevarían por rutas indeseables: son los que se comportan como hordas, el rebaño; es decir, las plagas del populacho masificado. Esa ralea de la peor calaña debe quedar fuera de las esquinas, de las plazas, de las oficinas y de los centros de recogimiento donde el PAN pueda desempeñar su imán de atracción. Una efectiva y verdadera escuela de ciudadanos, afirma Calderón. El otro conjunto queda excluido de ese partido, según predica quien se dice presidente de todos los mexicanos.
Como de inmediato puede advertirse, la de Calderón es una clasificación encasillada, qué duda cabe, dentro de una mentalidad elitista de cepa conservadora, racista desde su misma esencia conceptual. Pero no queda ahí su clasificación de aquellos a quienes hay que alejar de la vida interna del PAN. Calderón encuentra también otro rango excluyente: la academia. No se aclara, en el discurso felipiano de tan altos vuelos, si tal referencia es dirigida a estigmatizar a personajes con tan conspicua formación o su intención de fondo se encamina a eliminar del trasiego panista los métodos usados en la vida académica. Habría que interpretar aquí el deseo, la línea, de su presidente en funciones, para no incorporar a egresados o practicantes de tan específico rito académico.
Por su situación actual (en realidad cada vez más alejada de sus concepciones fundacionales), los panistas se identifican entre sí como personas decentes, de comportamiento civilizado y siempre apegados a derecho; es decir, sujetos que proyectan una imagen aceptable ante los demás, los que observan reglas de urbanidad catalogadas dentro de las buenas maneras, desenvolviéndose siempre entre las formas y modos correctos. Un verdadero estereotipo que tiene poco contacto con la realidad, pero que forma la parte dura de un discurso con doble moral. Un rollo que se despliega siempre entre dos polos; uno hacia fuera, donde brilla la palabrería del deber ser, de los eslóganes preconcebidos para casi cualquier ocasión, y otro distinto y hasta contrapuesto con el anterior que se enrosca en el interior de las cofradías y los secretos personales, donde se tranza una elección, se amarran complicidades y pagan facturas, donde se desea con pasión enfermiza y se impone la voluntad del oficiante. Un mundo alejado de la sensibilidad para entender y solidarizarse con los que son y serán derechohabientes efectivos de los servicios del ISSSTE y del IMSS.
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