Bernardo Bátiz V.
Los gobiernos autoritarios requieren de golpes de fuerza y de mucha propaganda para tener sometidos a los pueblos a los que debieran servir; tienen la imperiosa necesidad de contar con un enemigo al frente, para poder justificar sus excesos en aparatos de guerra y para que les sea posible conseguir seguidores.
El miedo, Maquiavelo ya lo decía desde el Renacimiento, es un ingrediente necesario para que los tiranos alcancen el poder y se mantengan en él. Esta receta se encuentra asimismo en El Príncipe; el engaño, la mentira, las verdades a medias bien dosificadas, son recursos e instrumentos de sometimiento de la gente y reclutamiento de apoyos activos y pasivos.
En nuestros días (y quizás siempre) una combinación apropiada de engaño y de fuerza sirve para gobernar a quienes de propia voluntad no aceptarían someterse u obedecer a quien carece de legitimidad para ejercer el mando, esto es, que tiene el poder pero no tiene verdadera autoridad.
El ejemplo más evidente de nuestro tiempo lo encontramos en el modo de gobernar del presidente George Bush, modo que si bien él no inventó, ha sabido explotar hasta extremos no creíbles. Arrastra a su pueblo, por la manipulación del miedo, a guerras extranjeras, a violaciones de derechos humanos de propios y extraños, y al atropello de la dignidad de todos, a partir del temor fundado o no del terrorismo y el narcotráfico.
La receta, a la mano por la información globalizada, se copia rápidamente en otros países. En México, después del reconocimiento de un triunfo electoral ciertamente no obtenido en forma legítima, sino a través de recursos inmorales y fraudes de todo tipo, el presidente en ejercicio requiere de obediencia y de razones para evitar las protestas en su contra y recurre a la vieja táctica maquiavélica: engañar y simultáneamente atemorizar.
Para obtener esta apropiada combinación de engaño y temor cuenta con la televisión, para continuar el costoso bombardeo de mensajes machacones, que aturden e hipnotizan a muchos. Para los demás, los que no se dejan embaucar y reclaman, están las fuerzas armadas cuya intervención justifican las exageradamente publicitadas amenazas a la seguridad nacional. El petate del muerto, decían los viejos.
Un ejemplo risible, aun cuando en otro tema, del uso de la publicidad extrema para convencer a un público acrítico, fue esa campaña, que en semanas anteriores, cuando calaba el frío en todo el país, trataba de convencernos de la bondad de nuestros gobernantes, preocupados por los pobres friolentos a quienes regalaban cobijas frente a las cámaras de televisión. Pocos pensaron que un espot en radio exaltando el programa encobijador valía más que las cobijas que se repartían y que un minuto en televisión, en que varios pobres agradecían humildemente los sarapes que se les regalaban, costaba más que todos los que dicen que repartían.
Pero, como cada vez hay más personas que superan el aturdimiento que produce la mercadotecnia, es necesario contar con el otro instrumento de control, el uso de la fuerza bruta. Para ello, todas las policías, incluidos los militares habilitados de guardianes del orden, los espías oficiales, semioficiales o francamente clandestinos, serán puestos bajo un mismo mando, un zar (hasta el nombre es ofensivo) con todo el poder encabezará la lucha contra la delincuencia organizada, pero si es necesario también contra la resistencia a la opresión.
Nada de prevención, nada de búsqueda y erradicación de las causas de la delincuencia; el único remedio en que se piensa es el empleo de la fuerza, el poder de la amenaza, poder que hemos visto en acción cuando miembros del Estado Mayor Presidencial golpean rudamente a quien osó enfrentarlos, u oponiendo verdaderas murallas portátiles alrededor de la Cámara de Diputados o bien disuadiendo con carros antimotines. Para otros menesteres, están el espionaje, la sospecha, la vigilancia de todos los movimientos de quienes opinan distinto a los gobernantes y en último extremo las fuerzas de choque de los gobiernos estatales prestos a ablandar, a apresar y convencer a quien se requiera.
Lo más preocupante para quienes aspiramos a la libertad y a la democracia es que aun gobiernos bien legitimados por el voto popular pudieran dejarse arrastrar por la moda de la fuerza, por la feria de los garrotazos, empujones y detenciones arbitrarias. Ojalá y no sea esto así, pero debemos estar prevenidos y atentos para que no se caiga en esa tentación.
Ciertamente, delincuencia organizada, vendedores de droga, contrabandistas, secuestradores, violadores, homicidas deben ser castigados y la seguridad debe prevalecer en nuestras calles y plazas, pero sin que paguen justos por pecadores y sin que se sacrifique la libertad a la seguridad; apostar todo a la fuerza, a las penas altas y a la violencia del Estado nos pone en el riesgo de que acabemos sin libertades y también sin seguridad.
(Con un saludo y felicitaciones a doña Rosario Ibarra)
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