Editorial
Las leyes mexicanas sobre la separación entre Iglesia y Estado son muy claras: está terminantemente prohibido que el clero tenga cualquier clase de protagonismo político en la vida pública del país. No obstante, en el agrio debate sobre la despenalización del aborto, la jerarquía católica ha hecho caso omiso de esta prohibición, consagrada en el artículo 130 constitucional, una situación que empeoró ayer a raíz de la carta que el papa Benedicto XVI envió a los obispos participantes en la 83 asamblea general de la Conferencia del Episcopado Mexicano (CEM). En dicha misiva, el pontífice rechazó el dictamen para despenalizar el aborto que actualmente se discute en la Asamblea Legislativa del Distrito Federal (ALDF), expresó su esperanza de que los legisladores den marcha atrás a esta iniciativa, dio su apoyo a la lucha de los prelados mexicanos en contra de esta medida y abogó por el derecho a la vida frente a lo que llamó una "manifestación de la cultura de la muerte".
Este repudio a la despenalización del aborto constituye una inadmisible injerencia de un Estado extranjero en asuntos internos que sólo competen a los mexicanos: cabe recordar que el Vaticano, pese a su carácter religioso, tiene reconocimiento mundial como un Estado independiente, y como tal, mantiene relaciones diplomáticas con el resto de los países, entre ellos México. Es por esta razón que la carta del Papa, quien además de sus funciones como máximo dirigente de la Iglesia católica se desempeña como jefe de Estado del Vaticano, lesiona la soberanía del país. En este contexto, ningún mandatario puede entrometerse en cuestiones internas de una nación ajena a la suya.
Por otra parte, esta injerencia enturbia aún más la ya de por sí enrarecida atmósfera política de México, en donde el debate sobre este tema ha sido contaminado por descalificaciones personales y amenazas de muerte, entre otras reprobables actitudes y posturas, en detrimento de un sano intercambio de argumentos e ideas. Ello sin mencionar el clima de crispación que aún persiste derivado de los resultados de las elecciones presidenciales del 2 de julio.
Pero la responsabilidad por el creciente protagonismo político del clero no se puede atribuir solamente a los ministros de culto: la Secretaría de Gobernación (SG) ha exhibido una grave falta de iniciativa para llamar la atención a los prelados, poner un freno a su activismo político y sancionar a los clérigos que han incurrido en violaciones al artículo 130 constitucional. De hecho, apenas ayer la SG pidió a la arquidiócesis de México moderar su discurso en torno de la despenalización del aborto a pesar de que diputados de la ALDF habían solicitado su intervención en varias ocasiones para hacer respetar el principio de separación entre Estado e Iglesia.
Ante esta situación, es indispensable que las autoridades recuerden que las prioridades de la Iglesia no son las mismas que las necesidades sociales de la población, por lo que urge que apuntalen el carácter laico del Estado para no caer en retrocesos históricos que sólo dañarían al país y sus aspiraciones democráticas.
El pecado de la soberbia de este individuo llamado Benedicto merece una respuesta. Desde aquí le digo que su opinión respecto a cualquier cuestión sobre la vida no me interesa, para mí como para millones de personas en el mundo que no profesamos el catolicismo que difunde la Iglesia Católica Apostólica Romana, su ingerencia en la conducción de nuestras vidas es una absoluta falta de respeto, y así como los mexicanos no aceptamos que el presidente de Timbuctú nos diga qué hacer con nuestras vidas ni que leyes establecer en nuestro país igual reza para él.
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