Armando Bartra
"¿Qué le han hecho a nuestra tierra, a nuestra noble hermana?/ Saquearla y herirla, violarla y morderla,/ acuchillada en el costado del amanecer...", escribió Jim Morrison de The Doors, en Cuando la música termina. Y de esto trata un informe presentado a finales de enero por el Grupo Intergubernamental del Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés), en el cual se afirma que "el calentamiento (...) es incuestionable", que "11 de los últimos 12 años figuran entre los más calientes desde 1850" y que "si los seres humanos no limitan drásticamente sus emisiones de gases de efecto invernadero (...) las temperaturas subirán entre dos y 4.5 grados centígrados"; fenómeno que tendrá efectos catastróficos para la Tierra (reducción de superficie helada, elevación del nivel del mar, lluvias torrenciales, sequías, desertificación, huracanes, pérdida de 30 por ciento de las especies...) y para el hombre (hambrunas, plagas, enfermedades, conflictos por agua y comida, éxodo...), males de los que nadie escapará, pero que se ensañarán sobre todo con los pobres de los trópicos.
Más importante fue la confirmación de que "es muy probable" (una probabilidad superior a 90 por ciento) que la causa principal del cambio de clima sea la emisión de gases de efecto invernadero generados por la actividad humana, de modo que para limitar el calentamiento global a sólo 2 grados centígrados es imperioso reducir sustancialmente las emisiones contaminantes, con lo que -sin dejar de ser graves- las consecuencias podrían manejarse. Siempre claridosos -aunque inconsecuentes, pues Francia incumple normas ambientales- los galos sacaron la conclusión pertinente por boca de Jacques Chirac: "Cada vez está más cerca el día en que el cambio climático estará fuera de control. Estamos en el límite, a partir del cual no se puede dar marcha atrás... Ha llegado el momento de que se produzca una revolución de la conciencia, de la economía, de la actuación política".
Siendo aterrador, el anuncio de que el mundo se va a acabar no lo es tanto como las reacciones mediáticas que despertó, pues son éstas las que forman la opinión pública que debiera asumir el inaudito desafío.
El 8 del mismo mes, Reuters anuncia que la Fundación por la Diversidad de los Cultivos ha emprendido la construcción en el Círculo Polar Artico de un megabanco de semillas más seguro que los otros reservorios existentes. Siendo loable el propósito, el discurso que rodea a la que ya empiezan a llamar Nueva Arca de Noé, resulta engañoso, pues induce a pensar que la pérdida de diversidad biológica producto de la alteración de los ecosistemas por el hombre puede contrarrestarse enterrando semillas en el archipiélago Svalbard y no de la única forma viable: reorientando de manera dramática nuestra insostenible relación con la naturaleza.
Involuntariamente reveladora es la analogía que hacen sus promotores entre la bóveda y un depósito bancario, pues tan lejos está el dinero de ser la verdadera riqueza como las semillas de ser la auténtica diversidad biológica. Por si fuera poco, el argumento va acompañado de otro igualmente falaz: el germoplasma debe ser preservado bajo el hielo, pues en el futuro servirá para que los biotecnólogos diseñen plantas capaces de sobrevivir al calentamiento global. Previsión que escamotea el verdadero reto, consistente en reducir en serio las emisiones y no en guardar semillas y comprar ropa de verano. Al soslayar lo esencial: la urgencia de un cambio civilizacional que restablezca la armonía entre el hombre y el medio, queda la impresión de que los nuevos Noé y los nuevos Frankenstein se preocupan más por que haya suficientes salvavidas que por evitar que se hunda el Titanic.
El mismo día, Associated Press informa que el potentado Richard Branson ofrece 25 millones de dólares a quien descubra cómo mitigar las emisiones de dióxido de carbono. Y uno se extraña, pues todos sabemos que se reducen disminuyendo el empleo de combustibles contaminantes, lo que supone reorientar los perniciosos hábitos de consumo inducidos por un sistema capitalista ávido por vender. Pero siendo la solución tan sabida, ofrecer un premio multimillonario sólo tiene sentido si lo que se busca es que alguien invente otra solución; un remedio milagroso que salve a la humanidad sin interrumpir los negocios del gran dinero.
Seis semanas después, France Presse nos hace saber que científicos europeos experimentan cerca de Berlín un método para sepultar dióxido de carbono en las profundidades de la Tierra. Cuando la técnica sea operativa, sumir una tonelada de CO2 costará más de 40 euros, mientras en la Unión Europea las empresas que sobrepasan su cuota de emisión de contaminantes pagan aranceles de menos de dos euros la tonelada, de modo que la propuesta resulta ruinosa. Pero, por lo visto, cualquier gasto es aceptable con tal de no reducir el empleo masivo de energía.
Las intenciones de quienes entierran semillas, premian inventos milagrosos o sepultan contaminantes pueden ser buenas, pero cuando el diagnóstico del IPCC nos señala sin ambigüedades tanto la enfermedad como la medicina, lo último que necesitamos son infomerciales y pensamiento mágico. A los males ya sabidos que acarrea el mercantilismo absoluto (tanta pobreza, tanto dolor) hoy se añade una amenaza aún más perentoria que las anteriores: desde hace medio siglo está provocando cambios climáticos que comprometen el equilibrio de la biosfera y la existencia humana. En consecuencia, hay que asumir con Chirac que "ha llegado el momento de que se produzca una revolución de la conciencia, de la economía y de la política"; lo otro son placebos de quienes creen que el sistema del gran dinero llegó para quedarse y ante la fatalidad nos recetan sobaditas y trapos calientes.
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