Matteo Dean
Se dice que en Irak, inmediatamente detrás del ejército estadunidense, la segunda fuerza de ocupación son los al menos 25 mil efectivos desplegados por las empresas privadas militares y de seguridad. El dato numérico nos ayuda a ver la magnitud de un fenómeno existente desde hace al menos 15 años, mismo que se está convirtiendo en el elemento central de las guerras del presente y del futuro: la privatización de la guerra.
De los nuevos mercenarios se tiene registro en las guerras de los Balcanes, en Sierra Leona, pero también en Colombia, en Afganistán, y en todos los escenarios de guerra de la última década y media. La presencia de la llamada PMC (Private Military Company, por su sigla en inglés) en las guerras recientes bien habla no sólo de cómo ha venido cambiando el carácter de las conflagraciones presentes y futuras, sino también viene a confirmar lo que podríamos definir como conformación del ejército mercenario global.
La caída del Muro de Berlín obligó a los grandes ejércitos a remodelarse frente a las nuevas y desconocidas condiciones, liberando gran cantidad de profesionales, hombres y mujeres, adiestrados y preparados para la guerra. En un principio es natural que todos estos expertos de las armas busquen otra forma de ganarse el pan, es decir, vender lo que saben hacer: la guerra. Se constituyen así decenas de empresas privadas de seguridad, sobre todo en Estados Unidos, Inglaterra, Sudáfrica, con miembros de todos los países: estadunidenses, sudafricanos, israelíes, chilenos, serbios, croatas, etcétera. De la misma manera, los ejércitos nacionales están obligados a reconsiderarse a partir de los nuevos escenarios bélicos que se presentan: ya no existe la guerra entre estados nacionales, sino las llamadas operaciones de policía internacional, las misiones de peace-keeping, entre otras.
Estados Unidos, única potencia militar de cierto nivel, se erige de forma totalmente arbitraria en gendarme mundial y no pierde tiempo en señalar al nuevo enemigo, objetivo de su potencia político-militar: los dictadores primero, los terroristas después, inventando en ambos casos categorías totalmente arbitrarias, anónimas y, en ciertos casos, adjudicándose potestades para actuar fuera de su territorio.
En esta nueva guerra ya no se enfrentan dos ejércitos regulares, sino un poderoso ejército y un enemigo desterritorializado. Crecen las empresas privadas, gracias al dinero que ofrecen (en promedio un mercenario estadunidense percibe hasta 10 veces más que un soldado del ejército de ese país) los gobiernos, el de Estados Unidos sobre todo, y así firman contratos y delegan operaciones.
Recurrir a empresas privadas significa ahorrar dinero en la más clara aplicación de la subcontratación productiva, pero significa también cubrir esas misiones políticamente delicadas (homicidios, interrogatorios "fuertes", misiones en territorios no beligerantes) y ahorrar vidas en el seno del propio ejército, elemento de suma importancia para el consenso público nacional alrededor de misiones difícilmente justificables.
Y quienes hoy piensan que los mercenarios posmodernos -llamados con el nombre tan profesional de contractors- no son sino una degeneración de los ejércitos nacionales, quizás deberían pensar que éstos, fundados alrededor de mitos como la patria y el honor, derivan precisamente de los mercenarios medievales. Ya desde ese entonces, grupos de profesionales vendían sus habilidades al que mejor pagaba. Luego surgieron los estados nacionales y toda la mitología del servicio a la patria ofrecido por un ejército pagado y preparado por el Estado, mismo, que tenía así el monopolio del uso de la fuerza. Un mito que viene cayendo, toda vez que hoy cualquiera puede tener un ejército propio. Y como en ese entonces, quizás hoy también, las fuerzas militares privadas son susceptibles de cambiar de bando, según la oferta económica que reciban, así como están interesadas, sin duda, en la existencia de guerras y en la prolongación de éstas (es emblemático el caso del conflicto en Sierra Leona).
En la configuración imperial, la aristocracia de las multinacionales y los grupos de poder fáctico hoy tienen su ejército de ex militares para controlar e imponer, para conquistar e intimidar. Un ejército sin nación, pero con patrón, ese imperio que busca la manera no de ordenar, sino de controlar el caos que provoca su sistema económico.
Aunque las Naciones Unidas, por conducto de la Convención de Ginebra, prohíba explícitamente el uso de mercenarios, lo cierto es que hoy las guerras ya no se declaran, sino que se anuncian y se pelean. Al mismo tiempo, hay guerras que no resultan tales, sino que son conflictos locales, son estados de tensión, aunque más gente las defina como guerras de baja intensidad. Y ahí encontramos las empresas privadas de seguridad que se ocupan de todo el negocio de la guerra: desde el transporte de tropas hasta las provisiones de materiales, desde el resguardo de estructuras hasta los interrogatorios de prisioneros y las batallas propiamente dichas.
Se trata de una transformación en el modo de hacer guerra que nos recuerda el modo de hacer política. Ya no existen ideas o principios que defender, sino el dinero que es capaz de poner banderas y escudos y cambiarlos de color todas las veces que sea necesario. La movilidad de los políticos entre un partido y otro se refleja en la movilidad de estos profesionales de la violencia, asesinos a sueldo y especuladores de las guerras decididas en nombre del negocio colectivo de la aristocracia imperial.
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