REVOLUCIONES, Samuel García le cede el espacio en está oportunidad a René Chargoy Guajardo.
La televisión impone nuevos modos de ver y sentir, de mostrar y comunicar.
LA TELEVISIÓN ES el gran ritual de la modernidad, con eficacia desarrolla nuevos modos de seducción que modifican su relación con el espectador. Escenifica la realidad como un espectáculo y diluye la frontera entre información y entretenimiento, lo mismo también desaparece a conveniencia la diferenciación entre lo público y lo privado, que mezcla arbitrariamente y con singular alegría la realidad con la ficción.
La pantalla chica es una formidable cámara de eco de lo colectivo. Con imágenes efímeras invade la intimidad del otro, y mediante diálogos simples y anodinos elabora un discurso ameno y bobalicón que atrapa. En supuesto contrapeso, en horarios nocturnos y mañaneros aborda conflictos que trivializa con declaraciones fragmentadas, casi siempre desde la óptica oficialista, y presenta los problemas sociales desde una ventana que los transfigura en descontentos pasajeros, sobredimensionando la versión policíaca de los hechos que no son tales, sino su interpretación dramatizada para generar un mayor raiting.
La televisión se inserta en lo que llamamos la cultura de la imagen, donde las representaciones mediáticas operan como una especie de filtro. Impone nuevos modos de ver y sentir, de mostrar y comunicar. En ella sucede algo extraño: mientras los noticieros se llenan de fantasía tecnológica y se espectacularizan hasta volverse increíbles, es en las telenovelas y los seriados donde el país se relata y se deja ver. En los noticieros la modernización se agota en una parafernalia electrónica y escenográfica, mediante la cual el vedetismo político o farandulero se hace pasar por realidad y que con pericia se transmuta en hiperrealidad. La televisión no sólo sustituye a los grandes mediadores culturales (familia, escuela, intelectuales), sino también el déficit de intercambio en el ámbito social y los fallos de representación en el espacio público; es "comunicación representada", proyectada virtualmente en la pantalla.
Se nutre de la realidad, pero a la vez contribuye a crear una que es híbrida y muy sui generis para edificar sus "mundos posibles". Se convierte en constructora de realidad, de una muy propia pero que, al mismo tiempo, nos informa sobre aquella vivencial en su dimensión cotidiana e imaginaria. La televisión interfiere, media en nuestra relación con el mundo, se erige a menudo en realidad.
Este medio instaurador de su propia República, se ha auto erigido en actor decisivo de los cambios sociales, en protagonista de las nuevas maneras de hacer política, a la vez que en permanente simulacro de los sondeos que suplantan la participación ciudadana, y donde el espectáculo truca hasta disolver el debate. Por esa "esfera pública electrónica" pasa en buena medida la democratización de las costumbres y de la cultura política.
Es en las imágenes de la televisión donde la representación de la modernidad se hace cotidianamente accesible a las mayorías. Son imágenes que median el acceso a la cultura moderna en toda la variedad de sus estilos de vida, de sus lenguajes y ritmos, de sus precarias y flexibles formas de identidad, de las discontinuidades de su memoria y de la lenta erosión que la globalización produce sobre los referentes culturales.
El rostro que aparece en la televisión no sólo es uno contrahecho y deformado por la trama de los intereses económicos y políticos que la sostienen y moldean, es también paradójicamente el rostro doloridamente cotidiano de todas las violencias, desde el maltrato a los niños a la generalizada presencia de la agresividad y la muerte anónima en las calles. A través de la televisión se tiene campo libre para asistir a las guerras, a los entierros, a los juegos de seducción, a los interludios sexuales e intrigas criminales.
Es enorme su capacidad de absorberlo todo, de apropiarse del quehacer ajeno, de fagocitar los decires, de anular toda alteridad. En el discurso televisivo ya nada es indecible; hasta 10 más invisible se vuelve visible.
La televisión es ventana cromática a una porción mínima del mundo editado para su proyección existencial, es también espejo del propio sujeto, donde se contempla el espectador con sus fantasmas, sus pequeños deseos y grandes fobias. Hoy por hoy, estamos literalmente frente al dispositivo más eficaz de reproducción de ritos y mitos a domicilio.
Ella genera su propio universo referencial: el mito de la transparencia (el pensar que ver equivale a entender), el mito de la cercanía (ver igual a poseer), el mito del directo (como abolición de la distancia enunciativa y narrativa), el mito, en fin, de una "televisión de la intimidad", como si el ver más permitiera entender mejor, como si la cantidad de información pudiera ser la garantía de una mejor calidad de comunicación, como si el criterio cuantitativo se sobrepusiera al cualitativo.
y a todo esto, tú ¿cómo la ves?.
revolucionesmx@gmail.com
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