Ilán Semo
Las guerras, escribió alguna vez Nietzsche, vuelven estúpidos a los vencedores y malvados a los vencidos. En principio, si se admite que Estados Unidos resultó vencedor de la guerra fría, es la única explicación que asoma en el horizonte para descifrar su política en el conflicto con Irak. Es difícil llamar de otra manera a una campaña militar que se prolonga ya más de 15 años (en rigor, comenzó en 1990 con la primera Guerra del Golfo), y cuyos saldos en 2007 hablan de crecientes fracasos tanto en el frente de batalla como en el de casa.
Se ha comparado la crisis de Irak con la que paralizó a Estados Unidos en Vietnam durante los años 60 y 70. Pero aunque sea por el síndrome de Gulliver (el gigante sometido por los liliputenses), la comparación no es del todo correcta. Las guerrillas vietnamitas recibieron apoyo (no sólo militar, sino económico y diplomático) de la antigua Unión Soviética, China y todo el extinto bloque socialista. El conflicto fue visto como un replay en miniatura de la guerra fría, con su confrontación disuasiva bipolar, sólo que en acción directa. Si Estados Unidos fue derrotado, también se debió a que las otras potencias sostuvieron al pequeño país asiático. Pero nada de esto sucede en el caso de Irak. Ninguna de las potencias actuales ha ofrecido su apoyo desplegado a los sunitas o los chiítas (se infiere que lo hacen por debajo de la mesa); tampoco existe una franja de países menores (como el otrora bloque de los no alineados) que perturbe el ambiente diplomático; y la ONU se inclina, a diferencia de sus complejos equilibrios de los años 70, abiertamente del lado de Washington. El origen de los fondos y los recursos que han permitido a los rebeldes iraquíes resistir sigue siendo, al menos para la opinión pública, un misterio. ¿Entonces? En cierta manera, el fracaso de Estados Unidos en Irak es más paralizante que el que sufrió en Vietnam. No es lo mismo ser derrotado por la alianza de varias grandes potencias, una opinión pública mundial radicalizada y una ONU beligerante (una guerra así se consignaría como un "error"), que por las enigmáticas (y uno supone, limitadas) redes del Islam. En suma: hoy Estados Unidos puede ser si no derrotado sí contenido con mucho menos recursos que antes.
En términos generales, el mensaje para países como Venezuela, Cuba, Irán, Corea del Norte y otros opositores radicales es bastante evidente: Estados Unidos ya no es lo que fue, ni siquiera es lo que creía ser antes de 2001. Pero también para países como Brasil, Argentina, Sudáfrica o China, que no buscan romper con Washington sino renegociar las condiciones de su relación, la señal es que hasta aquí se habían sobrestimado los alcances de su capacidad hegemónica. (Con el Partido Acción Nacional en el gobierno, México se ha convertido en una suerte de aliado tonto de Washington, porque comparte los costos de su política internacional y no logra -¿o no sabe cómo?- capitalizar los dividendos.)
Otro de los factores que se aduce para explicar el showdown de Irak es la impaciencia creciente de la opinión pública estadunidense, que no ve salida a una guerra que tal vez no la tenga. También en esta dimensión la situación es muy distinta a los años 60. El ejército actual estadunidense está constituido por voluntarios y no, como hace cuatro décadas, por reclutas. Léase: hombres y mujeres que se enrolan a cambio de paga, beneficios sociales, opciones de estudios universitarios y, muy frecuentemente, a cambio del derecho a la ciudadanía misma (que es lo que ha llevado a tantos mexicanos a morir en aquellas desoladas arenas). El movimiento pacifista de los 60 fue también una respuesta al reclutamiento obligatorio que pendía como una amenaza sobre quienes cumplían 21 años. Precisamente para evitar una situación similar, el ejército cambió su política de reclutamiento. El cálculo era que quienes reciben salario y beneficios, y además se enrolan voluntariamente, no deberían tener motivos para protestar. Pero en 2007 no son los estudiantes ni los jóvenes los que han tomado las calles, sino las madres y los familiares de los caídos (que ya suman más de 3 mil). Políticamente hablando, se trata de un golpe particularmente sensible a la moral del imperio. Para el Pentágono, en Irak, los soldados están "realizando su trabajo", entre cuyos riesgos anunciados está la muerte. ¿Cómo, entonces, asimilar en esa lógica las protestas?
Una buena parte de la energía antibélica que durante el conflicto de Vietnam se desplegó en las calles de San Francisco, Nueva York y Chicago, hoy se concentra en el Congreso mismo. Los demócratas han convertido a la consigna de la "retirada de Irak con fecha" en el eslogan central de la campaña presidencial que se avecina. Y es difícil que alguien los pueda contener. Así obtuvieron la mayoría en las elecciones intermedias de este año, y así creen que pueden volver a la Casa Blanca. La pregunta es si el espíritu que requiere un imperio no logra asimilar la muerte de (tan sólo) 3 mil de sus hombres (en comparación con cifras de otras guerras), ¿puede seguir aspirando a actuar como tal?
El gigante imperialista está agónico, lo malo es que antes de morir, la bestia lanza patadas que asesinan a inocentes.
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