martes, abril 24, 2007

¿Y por qué no desaparece el infierno también?

José María Pérez Gay /II y último

La historia del limbo es también la del control de la natalidad y de sus enemigos. Pedro de Abelardo (1079-1144) es el filósofo que rompe con la concepción fanática de San Agustín -que imponía a los no bautizados la condena eterna en las llamas del infierno. Abelardo argumentaba de una manera inteligible. En efecto, los niños no bautizados estaban manchados por el pecado de Adán, y en el caso de que la muerte los sorprendiera antes del sacramento, no eran condenados al infierno ni tampoco se les permitía entrar en el mismo Cielo, sino que los niños iban a un suburbio de éste -no se llamaba todavía limbo-, desde el cual no podían ver a Dios, padecían su ausencia, una metáfora muy parecida a la que empleó Juan Pablo II para definir infierno. El castigo de las almas no purificadas era, según Abelardo, sufrir la ausencia de Dios, "la separación de su esplendor". "La oscuridad", como Abelardo llamaba a ese estado corrosivo y neutro.

Abelardo se impuso en los siguientes tres siglos, la benigna "oscuridad", condición natural de los no bautizados, se convirtió en parte del imaginario cristiano y popular. El Elucidarium (La Elucidación) del teólogo Honorio de Autun (1090-1152), escrito en latín y traducido al alemán y al francés, sostuvo durante siglos la benigna "oscuridad" de Abelardo cuando hablaba del limbo.

El limbo es lo que el "Credo" designa como "infiernos" cuando se afirma que "Jesucristo descendió a los infiernos". El Elucidarium explica este artículo al enseñar: "La Escritura llama infiernos, sheol o hades a la morada de los muertos donde bajó Cristo después de muerto, porque los que se encontraban allí estaban privados de la visión de Dios. Tal era, en efecto, a la espera del redentor, el estado de todos los muertos, malos o justos, lo que no quiere decir que su suerte sea idéntica como lo enseña Jesús en la parábola del pobre Lázaro recibido en el 'seno de Abraham'. Son precisamente estas almas santas, que esperaban a su libertador en el seno de Abraham, a las que Jesucristo liberó cuando descendió a los infiernos. Jesús no bajó a los infiernos para liberar allí a los condenados ni para destruir el infierno de la condenación, sino para liberar a los justos que le habían precedido". (nº 633)

Y más adelante (nº 635): "Cristo, por tanto, bajó a la profundidad de la muerte para que los muertos oigan la voz del Hijo de Dios y los que la oigan vivan. Jesús, el Príncipe de la Vida (Hch 3,15), aniquiló mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al diablo, y libertó a cuantos, por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud (Hb 2,14-15). En adelante, Cristo resucitado tiene las llaves de la muerte y del hades (Ap 1,18) y al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en los abismos (Flp 2,10)".

Los teólogos siguieron debatiendo -con la aprobación expresa de la Iglesia- la validez de la doctrina del limbo. En muchos concilios, en especial el de Trento, en el siglo XVI, habían discutido los temas más delicados del limbo y del pecado original. ¿Todos los seres humanos descienden -chinos, africanos, esquimales, hindúes, zeltales, tarahumaras, mayas- de Adán y Eva? Si los esquimales no se han dado cuenta de sus lazos bíblicos con Adán y su pecado original, ¿será justo echarles encima una culpa que ni siquiera sabían, ni conocían que la habían heredado? En verdad, ¿un recién nacido es todavía responsable del crimen de un lejano antepasado que vivió hace 4 mil años? Las mujeres que deciden en favor de la interrupción de su embarazo, ¿han condenado a un ser vivo a la ausencia de Dios o -cuando el limbo existía- a la oscuridad? ¿Los 70 mil abortos clandestinos anuales en México son legiones de seres destinados a la oscuridad?

En el justo tiempo humano, cuando la gente había comenzado a poner en duda la existencia del limbo, apareció un Papa en el Vaticano que se pronunció apasionado en favor del limbo de los niños. El papa Pío XII (1939-1958) pronunció, en mayo de 1955, una conferencia sobre la necesidad del bautismo ante una convención de parteras italianas. Según la opinión de muchos teólogos, Eugenio Maria Giuseppe Giovanni Pacelli Graziosi, Pío XII, fue demasiado lejos. "En el mundo de los adultos, un acto de amor puede ser suficiente para obtener la gracia santificante -decía Pío XII- y substituir de esa forma la falta de bautismo. Pero este camino no está abierto para los niños que todavía no han nacido o que acaban de nacer. Sin embargo, tampoco hay otro camino" -aseguró el pontífice a las parteras atentas y devotas. La partera tienen el deber de llamar de inmediato a un sacerdote, bautizar al niño que acaba de ver la luz del mundo, o de los contrario el bebé tendrá..." Pío XII no lo pronunció de forma explícita, tampoco habló ex catedra; sin embargo, insinuaba que el niño no bautizado y el nonato estaban condenados a la oscuridad abelardiana. Los teólogos conservadores afirmaron que el pontífice había asumido, sin duda alguna, de forma oficial la idea del limbo. Ningún Papa había estado tan cerca de convertir al limbo en doctrina.

En Varieties of Religión Today (2002), Charles Taylor menciona al limbo como una teoría cristiana -desde la perspectiva teológica- muy errática, si se tiene en cuenta que ya se conciben niños en probeta, mientras que otros embriones con alma, según la Iglesia, se congelan y quizá sean destruidos más tarde. ¿Cuál sería el destino de estas almas sin bautismo?

"Más allá de los enigmas que nos acosan cuando intentamos entender dos de los atributos de Dios: la omnipotencia y la infinita bondad -escribe Leszek Kolakowski- estos atributos son irreconciliables con la existencia del mal en el mundo". Una cantidad importante de cristianos -sobre todo los de las iglesias anglicana, católica, luterana, ortodoxa y presbiteriana- sostienen que el pecado original de Adán mancha el alma de todos los nonatos y los recién nacidos, No obstante, si se les interroga a fondo, la mayoría de los cristianos no cree que el recién nacido que fallece sin estar bautizado vaya a privarse de la gloria del Cielo. En el otro extremo, la mayoría de los miembros de las iglesias baptista, pentecostal y asambleas de Dios, no aceptan la doctrina del pecado original, y se niegan a concebir un Dios que haya marcado con el mal a los seres humanos. Como decía Jorge Luis Borges: la idea de un Dios sabio y todopoderoso y que, además, nos ama, es una de las creaciones más audaces de la literatura fantástica.

Insisto: ¿un católico de Ruanda, después del genocidio de más de un millón de seres humanos en su país, puede imaginar un infierno más aterrador? En serio: ¿no debería desaparecer también la idea del infierno?

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