sábado, mayo 12, 2007

Desmantelar el Estado

Carlos Montemayor /I

Militares realizan cateos en Apatzingán, Michoacán, en el combate al narcotráfico que emprendió este año la administración de Felipe Calderón Foto: La Jornada Michoacán

En varios aspectos, durante la administración federal de Felipe Calderón se ha hecho evidente un deterioro del Estado y del sistema político mexicano que bien podríamos designarlo en su totalidad como un proceso general de desmantelamiento del Estado mismo. Por supuesto, la actual administración no es la causa; Felipe Calderón no podría tener la capacidad política, operativa ni ideológica para haber iniciado ni acelerado un proceso así. El desmantelamiento del Estado comenzó antes, y por la naturaleza de los distintos factores que en él concurren, no se trata de un proceso uniforme que avance al mismo paso y siempre con un mismo ritmo. El término "desmantelamiento" es en principio de muy amplia y quizás vaga connotación, pero subraya un hecho esencial: no se trata de una reforma, variación, reforzamiento o modernización del Estado, sino de un proceso constante y sistemático de desarticulación del poder del Estado en enclaves esenciales de la vida política, económica y social del país; una especie de capitulación en áreas políticas y sociales que hubiera sido impensable antes de los años ochenta del siglo pasado.

No debemos confundir la acción propia del gobierno federal con las del Estado, cierto; gobierno federal y Estado no son lo mismo. Pero determinadas acciones de gobierno, en particular algunas políticas económicas, sociales y policiales del gobierno federal, han conseguido paulatinamente afectar el Estado mexicano bajo un proceso que se acerca más a su desmantelamiento que a su renovación, remozamiento o "modernización".

Describamos someramente algunos casos de la vulnerabilidad progresiva del gobierno federal que afecta a la conformación del Estado mismo. Empecemos con la lucha contra el narcotráfico, que el discurso gubernamental señala como total y decidida. En realidad, podríamos decir que el narcotráfico posee numerosas facetas que no son sangrientas ni propiamente conflictivas, y contra las cuales no siempre se combate ni se intenta desarticular a fondo circuito alguno. Es el caso de la producción o cultivos tanto en territorio mexicano como en territorio estadunidense e incluso en otros más lejanos, pues Afganistán volvió a convertirse, por ejemplo, en el primer productor mundial de amapola en cuanto Estados Unidos lo invadió. El procesamiento químico de los estupefacientes tampoco es una faceta particularmente conflictiva, sobre todo si las bases químicas para el procesamiento provienen de la industria de Estados Unidos, y no de China, pues nada más fácil para la DEA que el seguimiento de compradores asiduos, posibles o recurrentes en territorio estadunidense. Incluso en este aspecto podemos agregar otro circuito no violento que se inicia en la industria estadunidense: el contrabando de armas. Y por supuesto, el lavado de dinero y la inversión ulterior en ramos de la construcción, turismo, comercio o bienes raíces, pongamos por caso, no provocan combates ni vendettas, sólo planeación y estrategias financieras. El punto conflictivo, sangriento, es uno solo: el traslado terrestre, marítimo o aéreo de los narcóticos, y aquí se centra "el combate" al narcotráfico.

Ahora bien, incorporar al Ejército en ese enclave conflictivo de la lucha antinarcóticos revela dos cosas: una, que fueron rebasadas ya las estructuras policiales y políticas del país y que el Ejército se ha convertido en el último recurso; dos, que la incorporación de militares a las tareas policiacas antinarcóticos revela el dócil sometimiento del gobierno mexicano a los lineamientos de seguridad hemisféricas que desde la anterior década del siglo pasado han previsto los gobiernos de Estados Unidos: convertir a los ejércitos latinoamericanos (o a muchos de ellos) en fuerzas de complemento.

En cuanto al primer punto, el de las estructuras rebasadas, al echar mano del Ejército como último recurso el gobierno se sitúa al borde del vacío, y detrás de él, el Estado. La ausencia de poder estatal en estos ámbitos del crimen organizado lo ha ocupado ya la misma fuerza criminal. El otro punto es más complejo. En 1996, cuando el Partido Republicano celebró su Convención en San Diego, el entonces candidato Robert Dole afirmó que de triunfar en las elecciones ordenaría a las fuerzas armadas que participaran en la lucha antinarcóticos. El entonces zar antidrogas, general Barry McCaffrey, tildó de grave error que se expusiera a militares al inmenso poder de corrupción del narcotráfico y se le desviara de sus funciones primordiales de seguridad nacional. La misión de las fuerzas armadas era superior: conservar la integridad y la capacidad de defensa de Estados Unidos, sobre todo cuando era ya el vencedor de la guerra fría. Era paradójico que el general McCaffrey se opusiera a que las fuerzas armadas estadunidenses participaran en la lucha antinarcóticos, pero exigiera que las de América Latina sí lo hicieran. ¿Por qué al zar antidrogas estadunidense sí le parecía natural que nuestros ejércitos se expusieran "al inmenso poder de corrupción del narcotráfico"?

Un año antes, el 24 de julio de 1995, en la Reunión Ministerial de Defensa de las Américas, cuando se desempeñaba como comandante en jefe del Comando Sur, el general McCaffrey expuso que el fin de la guerra fría había llevado a Estados Unidos a cambiar significativamente la orientación y naturaleza de sus fuerzas armadas y que, como un "apéndice del Norte", también "nuestros colegas uniformados de toda América Latina están atravesando por un proceso militar de análisis, transformación y orientación", y avanzó que los posibles roles y misiones de los ejércitos latinoamericanos para el siglo XXI "serían operaciones de apoyo doméstico, protección del medio ambiente, administración colectiva de las fronteras, operaciones humanitarias, operaciones convencionales de los intereses del soberano y operaciones regionales contra el narcotráfico".

Esta encomienda de nuevas misiones para nuestras fuerzas armadas revela otro tipo de globalización. Al sometimiento financiero, industrial, diplomático, sobreviene ahora en nuestros países el sometimiento a nuevas estrategias militares. A la apertura comercial de los mercados corresponde un nuevo ajuste de fronteras desde la perspectiva de la teoría de seguridad continental. Ahora se trata de convertir a los ejércitos latinoamericanos en una especie de fuerzas de complemento que puedan coordinarse con aquello que en el futuro será el único cuerpo propiamente militar del continente: el ejército estadunidense. El imperio no quiere ya invadir: requiere la docilidad de fuerzas complementarias o de apoyo.

Desde la perspectiva de Estados Unidos, pues, sólo se enfoca el combate total y decidido contra el narcotráfico en el gobierno de Calderón como una más de las "operaciones regionales contra el narcotráfico", agravado esto con lo siguiente: se trata de controlar el traslado territorial de la oferta externa de narcóticos sin que se corresponda con otra lucha en Estados Unidos para controlar la demanda y la oferta internas; esto es, se nos utiliza como un instrumento regional de control externo en una lucha que más se dirige a consolidar el monopolio estadunidense de los narcóticos fuera de su país que a combatirlo dentro y fuera de sus propias fronteras. En otros términos, la fase actual de la lucha contra el narcotráfico está revelando no sólo la inoperancia del gobierno mexicano y de sus estructuras policiales y el sometimiento del Ejército a un orden estadunidense de seguridad hemisférica; también está significando el desmantelamiento de una estructura del Estado mismo en seguridad nacional.

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