Marcos Roitman Rosenmann
La tierra en América Latina ha sido fuente de poder. Las familias terratenientes la utilizan para fortalecer el control sobre el campesinado y como fórmula para acceder al poder político. No olvidemos que las primeras organizaciones patronales fueron agrarias.
Hoy, las formas de explotación más vejatorias, infamia estadística del capitalismo, subsisten en el mundo rural. El trabajo semiesclavo se acompaña con la policía paramilitar, su justicia de muerte y la violación de mujeres y niñas. Si contamos desde la independencia, van dos siglos. Sin embargo, un hecho caracteriza al terrateniente: no hacer producir la tierra más allá de cuestionar su dominio. Sabe que puede obtener beneficios económicos por otras vías y las utiliza sin rubor. Por algo forma parte del orden dominante. Así, puede manejar el precio de la distribución, tener acceso al crédito de las entidades financieras y ejercer su poder despóticamente sin contrapeso. Por consiguiente, reprime la sindicalización persiguiendo a los dirigentes hasta la muerte, si es necesario. Pero muestra su cara amable y expande sus redes. Otorga favores en condición de cacique regional. Su riqueza obtenida con la sangre del campesino, el robo y la usura le permite crear periódicos locales, radios, equipos de futbol, iglesias y pueblos enteros desde los cuales publicita su hacer benefactor y se asegura un nombre público. Es el salto cualitativo al ámbito estatal.
Una vez logrado el objetivo, su presencia se torna itinerante. Las fincas se administran bajo empleados de confianza. Su imagen se transforma y pasa a ser hombre de bien, cuyas obras lo elevan a la condición de prócer de la nación. Presidentes como Uribe en Colombia, Menem en Argentina, Frei en Chile, Belaúnde en Perú o el ex candidato Novoa en Ecuador pertenecen a las grandes fortunas de los terratenientes. Localismo, caciquismo, compadrazgo y paternalismo son los mecanismos que usan los latifundistas para construir su poder. Pero en los hechos violencia, descapitalización y crisis alimentaria son consecuencias de esa forma de dominación.
En este sistema perverso los pequeños campesinos, propietarios, jornaleros y minifundistas producen la mayor parte de los bienes que se consumen en las grandes urbes, con consecuencias desastrosas: progresivo nivel de esterilidad de la tierra por pérdida de nutrientes. Asimismo, el campesinado se ve abocado a utilizar fertilizantes químicos de grandes compañías para acceder a créditos bancarios, condición sine qua non; de lo contrario, se rechaza su petición.
Las reformas agrarias aplicadas en los 70 y la revolución verde profundizaron dicha opción y llevaron al fracaso al no haber afectado la constelación latifundista; los terratenientes no vieron peligrar su poder ni sus hectáreas. Ejemplo contundente es Brasil, donde Henrique Cardoso lo consolidó y Lula sigue sus pasos. El actual asentamiento de los sin tierra y de títulos otorgados por el gobierno se han realizado en propiedad estatal, sin expropiarlos a latifundistas que siguen campando a sus anchas.
Las trasnacionales, mal llamadas agroindustrias, tienen un estilo de desarrollo, a decir de Osvaldo Sunkel, que se caracteriza por el remplazo de los mecanismos de mercado dada su estrategia de maximización de utilidades en el ámbito mundial; generación de cambios casi irreversibles en las economías y las sociedades nacionales; disminución de las opciones que se abren a los gobiernos para establecer estilos autónomos de desarrollo; homogeneización de patrones de producción, comercialización, uso de medios masivos de comunicación y consumo; intensificación de la explotación de los recursos naturales; generación sin precedente de desechos y contaminantes que afectan agua, atmósfera y suelo; formación de una elite trasnacional identificada con sus patrones de consumo y cultura. Por ello no tienen inconveniente en arrasar bosques, zonas protegidas, comunidades y pueblos indígenas. El caso de los mapuches pehuenches, en el sur de Chile, y la presa Ralco con Endesa destruyendo patrimonio cultural, según declaró Rodolfo Stavenhagen, relator de las Naciones Unidas en temas étnicos, catalogándolo de etnocidio, es sintomático de la falta de escrúpulos. El problema va más allá por su forma de explotación: siembran con transgénicos para el mercado mundial, no tienen en consideración la necesidad alimentaria, generan su tipo de consumo y ofertas. Sus intereses son especulativos.
El desgaste por uso intensivo de la tierra, propiedad de trasnacionales, se incrementa en poco tiempo, lo cual obliga a utilizar fertilizantes químicos corrosivos para mantener la productividad, cuestión que supone controlar recursos hídricos y tecnológicos que abaratan costos. No menos que la apropiación de flora y fauna a medio y largo plazos para las farmacéuticas y sus rentables patentes de medicamentos. Todo ello obliga a trasnacionales y terratenientes, siempre junto a los gobiernos neoliberales, a crear una nueva alianza. Se trata de sobrepasar el dominio de la cadena de control de producción, distribución y consumo, buscando la dependencia alimentaria para doblegar por hambre la soberanía de los gobiernos en beneficio de sus intereses.
En contraposición, Vía Campesina supone un freno al estilo de desarrollo trasnacional, donde el proceso de acumulación de capital redefine al capitalismo. Pero el campesinado también redefine su papel político: hoy es el sujeto más peligroso que se enfrenta al gran capital, ya que éste ve su futuro en la nueva acumulación rural. La explotación de los campesinos ha traído una experiencia de lucha que se concreta en reivindicar la autonomía alimentaria y la soberanía nacional, origen de las primeras formas de reivindicación étnicas y autonómicas. La contradicción capital-trabajo hoy se configura como crisis entre el campesinado y el capital trasnacional.
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