Bernardo Bátiz V.
La senadora chilena Soledad Alvear, dirigente del Partido Demócrata Cristiano de Chile, con toda razón reclamó al dirigente panista Manuel Espino su acercamiento y contactos con los partidos de extrema derecha que apoyaron a Augusto Pinochet; ya era hora de que alguien llamara la atención sobre el inexplicable y extraño deslizamiento de la democracia cristiana hacia la extrema derecha.
Cuando durante el gobierno de Fox, el Partido Acción Nacional formalizó su incorporación al movimiento Demócrata Cristiano, no dejaron de escucharse voces críticas que recordaron que especialmente en América Latina la democracia cristiana representaba una postura de avanzada, que en su momento criticó severamente tanto al sistema capitalista como a la democracia formal.
No hay que olvidar que Salvador Allende llegó al poder en Chile después de unas elecciones en las que no obtuvo la mayoría requerida por la norma constitucional para asumir el cargo de presidente, por lo que el Congreso chileno, en el que la democracia cristiana contaba con amplia mayoría, apoyó en forma decisiva al político de izquierda en su ascenso a la presidencia. Tampoco podemos pasar por alto que, cuando Pinochet fue derrotado en el plebiscito de 1981, en el que se impuso una clara mayoría por el “No”, decisión popular que impidió la permanencia del general en el poder, la democracia cristiana jugó un papel preponderante, al grado de que el primer presidente electo inmediatamente después de la caída de la dictadura fue el candidato socialcristiano Patricio Ailwin; recuerdo en su toma de posesión, y en la gran fiesta popular que celebró el paso de la dictadura militar a un régimen democrático, a mexicanos de varios partidarios del cambio democrático, y entre ellos al ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas y a la actual gobernadora de Zacatecas, la entonces jovencísima diputada Amalia García.
Durante muchos años, entre 1965 y 1985, en la política de América Latina, la democracia cristiana se distinguió por encabezar una lucha a favor de la justicia social y de las causas populares, por su posición frente al imperialismo y su crítica constante al capitalismo; entonces los partidos de inspiración social cristiana se encontraban al lado de otras agrupaciones con las que competían, pero también compartían trinchera, lo mismo socialistas que socialdemócratas y aun comunistas de nuestro continente. Lejos se estaba del fenómeno que hoy contemplamos, en que, traicionada o pervertida desde dentro, la Organización Demócrata Cristiana de América aparece como punta de lanza de una política conservadora, enemiga de las causas populares y entreguista en extremo.
Asombra el hecho, si recordamos el papel de los grupos cristianos, aun en la guerrilla sudamericana, en lucha contra el sistema de explotación de los trabajadores del campo y de la ciudad. En Argentina hubo un partido social cristiano, que se llamaba nada menos que Radical Intransigente; en Venezuela Rafael Caldera, en su primer mandato como presidente, gobernó con una clara directriz de reivindicación popular; en América Central jugaba un papel del lado de la justicia social, singularmente en El Salvador, donde un gobierno de este corte llevó a cabo la reforma agraria y se enfrentó a los militares apoyados por la alta burguesía y frecuentemente por injerencias extranjeras.
Fue en Venezuela, en un seminario que tuvo lugar en el Instituto de Formación Demócrata Cristiana (el añorado IFEDEC), en su vieja casona del barrio caraqueño de Los Chorros, donde escuché a Caldera, al canciller Arístides Calvani, a Herrera Campins, hablar por vez primera de democracia participativa, como un paso adelante de la deficiencia y la injusticia de la democracia puramente formal del liberalismo.
Era la expresión a favor de una participación de todos, es decir, del pueblo, no sólo en las decisiones políticas a través del voto, sino también participación en los bienes y en la dirección de las empresas; era la época en que el Manifiesto a favor del personalismo, de Emmanuel Mounier, llamaba a la gente a que se sacudiera del capitalismo imperante mediante una revolución pacífica y de ideas; circulaba literatura abundante al respecto y los jóvenes demócratas cristianos, luchaban lo mismo en el Frente Amplio en Uruguay que pugnaban por influir en la política mexicana, desde el PAN de esos tiempos.
Por eso asombra que hoy la democracia cristiana, antes de avanzada, antes con un indiscutible sentido de justicia social, se encuadre al lado de los empresarios panistas, de los poderes del dinero y de los partidarios del uso de la fuerza como sustituto de la política; por eso se explica también y se aplaude el reclamo enérgico de la senadora Soledad Alvear, que nos alienta a pensar que no toda esta importante corriente política ha caído en ese lado oscuro de la política actual y que es posible la convergencia de muchos participantes en toda la América Latina a favor de una política en que prevalezcan el sentido de justicia y la preferencia por los más pobres.
Lo que resulta verdaderamente incomprensible es que un individuo con tan poca capacidad intelectual, cultural y moral como Espino llegue a tener un lugar dentro de una organización internacional, lo mismo que Bush esté donde está, la única forma de explicarlo es que vivimos en un mundo que ha regresado a la época medieval.
OTRO SÍ. Es alentador también que el llamado de Andrés Manuel López Obrador a frenar a los poderes paralelos haya encontrado eco entre los senadores. Esperamos que diputados federales y locales no se dobleguen frente al poder sin control de los dueños de la televisión y la radio.
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