Robert Fisk
¿Qué tienen las figuras esculpidas? ¿Porqué los humanos somos tan afectos a destruir sus propios rostros, su propia historia humana, borrar la memoria de lenguaje?
He cubierto la violación de las culturas bosnia, serbia y croata en la ex Yugoslavia, con la deliberada demolición de iglesias, bibliotecas, cementerios y hasta el maravilloso puente otomano de Mostar. He escuchado excusas: “No hay lugar para estas cosas viejas”, dijo un tirador croata mientras disparaba una batería de artillería contra el gracioso arco otomano sobre el río Neretva.
El video que muestra su colapso fue, en sí, la imagen documental del genocidio cultural, hasta que los talibanes dinamitaron los budas gigantes de Bamiyán.
Recientemente estuve mirando otro enorme buda, esta vez en Dushanbe, capital de Tadjikistán, a sólo unos cientos de kilómetros de la frontera afgana. Dormía tan plácidamente la cabeza gigante posada sobre la mano derecha, que caminé de puntillas más de 12 metros y hablé en susurros por temor a despertar a esta criatura, que tenía las facciones de un Modigliani, con los ojos firmemente cerrados y una nariz recta.
Creí que estaba a salvo de los destrozos iconoclastas, hasta que me di cuenta de que este dios del karma ya había sufrido una agresión.
Su cabeza, ojos y nariz están intactos, pero la parte inferior del rostro ha sido restaurado sutilmente por una mano más moderna. Quizá tres cuartas partes de su cuerpo alargado son nuevas, la mano izquierda, sin daño, con la palma sobre la cadera que yace sobre la pierna izquierda y algunos pliegues de la túnica.
¿Qué le pasó al buda? Que de seguro los talibanes llegaron a Dushanbe.
Una joven curadora en el maravilloso museo de antigüedades de Dushanbe me explicó en un inglés cuidadoso y sombrío: “Cuando vinieron los árabes destruyeron todas las cosas que consideraban ídolos”, dijo. ¡Ah, sí!, y vaya que lo hicieron. Las fuerzas del Islam llegaron al Tadjikistán moderno cerca del año 645 después de Cristo como los talibanes de su época, tan barbudos como sus sucesores del siglo XX. No había televisores que condenar a la horca pero sí numerosos budas que destruir. ¿Cómo fue que los budas de Bamiyán escaparon de esta depredación original?
El templo budista en Vakshs, al este de Qurghonteppa era nuevo (póngale o quítenle un siglo o dos) cuando los árabes llegaron, el museo contiene la “obra” de estos desesperados destructores de ídolos, con sus daños cuidadosamente preservados.
El trono de Buda parece haber sido atacado a espadazos y la estatua de Shiva y su esposa Parvati (de entre los siglos VI y VIII) quedaron tan dañados que lo único que queda son los pies de la pareja montados sobre una vaca sagrada.
Descubierta originalmente en 1969, enterrada a casi 10 metros de profundidad la estatua de Buda en el Nirvana fue traída a Dushanbe como resultado directo de la destrucción de los budas en Afganistán.
En otras palabras, los excesos de los talibanes provocaron los intentos postsoviéticos de preservación. Si ya no podemos mirar los rostros de las poderosas deidades de Bamiyán es porque el Departamento para la Supresión del Vicio y Preservación de la Virtud en Kabul consideraron a estas imágenes dignas de aniquilación. Pero aún podemos admirar la divinidad del Buda en la postura de “león dormido” gracias a que fue trasladado a Dushanbe por los herederos del monstruoso imperio de Stalin. Esto es un hecho que nos hace entrar en razón.
Un tal B. A. Litvinsky fue el responsable de este primer acto de compasión arquitectónica. Posteriormente, la estatua fue traída en 92 partes a la capital tadjika. No hace mucho, una fraternal delegación china llegó y pidió llevarse al buda dormido a casa con ellos, pero se les dijo que sólo podían fotografíar esta obra maestra, que podría ser la génesis del “nuevo” Buda en la República Popular.
Huelga decir que hay incontables fragmentos de animales, aves y demonios que han salido del monasterio para acabar en el museo. Debo reflexionar aquí que los árabes no se comportaron peor que los muchachos de Enrique VIII cuando pusieron manos a la obra en las grandes abadías de Inglaterra. ‘
Ni siquiera la pequeña iglesia de East Sutton, en Kentish Weald, se salvó de que sus imágenes religiosas fueran profanadas durante esta etapa de la gran historia británica. ¿No están nuestras catedrales llenas de rostros destruidos a hachazos, como los testigos que quedan de las acciones de nuestros muy particulares protestantes talibanes?
La llegada de la escritura árabe permitió que la nueva poesía tadjika floreciera. El poeta Ferdowsi fue un tadjiko que escribió el poema Saname en la lengua de esa tierra, en árabe. En Dushanbe pueden verse las más exquisitas lápidas de la época del rey Babar, con versos árabicos labrados con devoción coránica en las negras superficies de la roca pulida.
Aun así, cuando Stalin absorbió a Tadjikistán dentro del imperio soviético, entregando cruelmente las históricas ciudades tadjikas de Tashkent y Samarkand a la nueva república de Uzbekistán, sólo para mantener vivos los odios étnicos, los gobernantes prohibieron el árabe. Por lo tanto, a todos los niños se les enseñó a hablar ruso aunque escribieran en tadjiko, tenían que usar el alfabeto cirílico, no el árabe.
Mustafa Kemal Atarturk “modernizó” en forma similar a Turquía en su momento, al obligar a los turcos a dejar el alfabeto árabe en favor del latino (esta es la razón por la que sospecho que los académicos turcos tienen tantas dificultades al estudiar los vitales textos otomanos sobre el Holocausto Armenio de 1915).
Al liberarnos de un idioma original para imponer otro, la historia nos parece menos peligrosa. ¿No tratamos de hacer lo mismo en Irlanda cuando obligamos al clero católico a limitarse en sus actividades con el propósito de que la lengua irlandesa fuera hablada y no escrita?
Asimismo, las parejas tadjikas y los niños que vienen a Shahnameh, tal como está escrito, no pueden descifrar la elegante poesía persa gravada en esas extraordinarias lápidas.
He aquí una diminuta victoria contra los iconoclastas, quizá la primera traducción de una de esas antiguas piedras y que pocos tadjikos pueden entender.
“Escuché al poderoso Jamshed, el rey/ Talladas en piedra cerca de un manantial estas palabras:/ Muchos como nosotros se sentaron junto a este arroyo/ Y dejamos esta vida en un parpadeo./Capturamos al mundo entero mediante nuestro valor y fortaleza /Sin poder llevarnos, sin embargo, nada a nuestra tumba”.
Junto a una iglesia de East Sutton, en Kent, todavía hay una lápida inglesa que yo leía cada vez que pasaba junto a ella jadeando y vestido con el pantalón corto del uniforme deportivo de la escuela Sutton Valence, en los sábados de invierno. No recuerdo a quién inmortalizaban estas palabras, pero sí el verso ahí labrado:
“Recuérdame cuando pases por aquí/ Como eres ahora fui yo alguna vez/ Como soy ahora serás”/Recuerda que la muerte te seguirá”.
Me recuerdo, exhausto y congelado en mi delgada ropa deportiva, odiando este mensaje eterno tanto que a veces hubiera querido agarrar un martillo y convertir en añicos esa maldita lápida.
Sí, en algún lugar oscuro de nuestros corazones, quizá todos somos talibanes.
© The Independent
Traducción: Gabriela Fonseca
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