Hernan González G.
Se puede aprender a morir cada día, no con la idea obsesiva y amedrentada de nuestra inevitable condición de mortales, sino con los ojos abiertos y el corazón dispuesto para distinguir, con responsabilidad y valor, entre verdades y mentiras; para elegir qué amar y qué rechazar, para aguzar el olfato y conservar en nuestra memoria el aroma de una flor y la fetidez de lo podrido, sin jamás confundirlos.
Curiosamente fueron los curas, no Dios, quienes inventaron la Santa Inquisición –prosigue en su carta el maestro José Castillo Farreras– y mediante ella quemaron vivos, a fuego lento, a seres humanos que los inquisidores habían sentenciado, las más de las veces en juicios sumarios y por conductas y sucesos ficticios.
Ahora los sucesores de esos inquisidores se oponen a que una muerte si no dulce sí digna, suprima el flagelo de los bárbaros dolores en quienes padecen enfermedades incurables o terminales sólo por su creencia de que “Dios es quien da la vida y sólo Dios puede quitarla”.
¿Qué clase de personas son éstas? ¿Hombres o bestias? Cuando hay guerras sus protestas son tímidas y sus argumentos superficiales sin condenar a los poderosos que provocan las matanzas. ¿Cuándo se han oído sus voces en contra de las guerras actuales? ¿No saben acaso que las guerras, todas, hasta las “guerras justas” (término que se incubó en la Iglesia), atentan contra su principio de no matarás y que en ellas se mata a mujeres, viejos, niños y animales y, por supuesto, plantas, como sucede con las bombas defoliadoras inventadas en Estados Unidos? Eso se tolera. Pero aplicar la eutanasia al desdichado que la pide porque ya no quiere vivir con su horrible enfermedad y mantenerlo vivo es provocarle un martirio lento e infernal que podría evitarse, eso les parece intolerable.
Si la eutanasia contradice los principios de determinada religión, quienes por encima de su libre albedrío son fieles a esa religión, que la rechacen para sí. Pero ningún derecho tienen de imponer a los demás sus creencias. Eso es intolerancia e invadir terrenos ajenos. Si, según esa religión, quien pide y quien aplica la eutanasia “se condena”, y si alguno de sus miembros que sufre los horrores del dolor producido por una enfermedad no quiere ir en contra de los principios de su fe, que no lo haga, y que deje que los demás “se condenen”.
No se trata de inducir a nadie a privarse de la vida ni a que lo priven de ella graciosamente. Se trata de que quien sufre sin remedio pueda elegir entre continuar con su sufrimiento o suprimirlo. Para esto último no se le dejaría solo. Tendría la opinión, y en su caso el asentimiento, de familiares, amigos, médicos y, por supuesto, contaría con sus creencias y con los consejos de un ministro de culto, si pertenece a alguno. Pero en último término su propia decisión será suficiente y determinante. Así, a nadie podría culparse de su muerte, como hoy ocurre. ¿Por qué habrían de imponérseme principios religiosos –o no religiosos– que no suscribo?
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