Octavio Rodríguez Araujo
Al margen de la tentación de caer en corruptelas (que es universal entre la gente del poder), la derecha política tiene características insoslayables. Una, quizá la principal, es que invariablemente busca mantener el status quo a como dé lugar. Cuando ha tenido el poder ha actuado y actúa, sin excepciones, como protectora de los intereses de las clases dominantes en un país (nótese que no dije de un país). Y, por lo mismo, asume el ejercicio del poder como si fuera equivalente a la dirección de una empresa –con todo lo que esto implica, incluido el trato a los gobernados como si fueran empleados.
Esa característica principal de la derecha política no es cosa pequeña ni desdeñable. La conservación del status quo quiere decir mantener los privilegios de quienes ya se han privilegiado del sistema prevaleciente, e identificarse con esos valores que, por cierto, la derecha ve como si fueran naturales: las riquezas son, y no puede ser de otra manera, para quienes tienen la capacidad –sin importar los medios– de apropiárselas. Así funciona el sistema capitalista y no se ven razones para imponerle cambios. Unos tienen y otros no; si todos tuvieran el sistema se derrumbaría, ya que alguien tiene que trabajar para otros. Las tendencias al igualitarismo son contrarias a la esencia de la acumulación capitalista. Ergo, las desigualdades tienen que mantenerse, y entre más grandes sean esas desigualdades más riqueza se puede acumular en pocas manos.
El hecho de que la derecha política tenga y sostenga esos valores le permite ver como cosa natural usar el poder político para aumentar su poder económico. En otros términos, la derecha política no se resigna a jugar el papel de empleada de los llamados “poderes fácticos” (los grandes empresarios privados), sino que aspira también, como cualquier gerente, a convertirse en socia del capital o, por lo menos, a ser también capitalista y no parte del conjunto de asalariados (por bien pagados que estén).
A esta manera de pensar, que a la derecha política le parece natural y legítima, deberá agregarse el hecho de que sus cargos en la esfera del poder político son efímeros, en principio seis años y después quién sabe. De aquí que no debiera extrañar que, a diferencia de los viejos priístas, que pensaban que tendrían el poder por siempre, los gobernantes emanados del Partido Acción Nacional traten de enriquecerse en el menor tiempo posible pues mañana las cosas podrían cambiar.
La única diferencia entre los panistas con cargos públicos y los empresarios con pedigrí como tales es que los primeros tienen que cuidarse de auditorías públicas que los puedan conducir a juicios por enriquecimiento ilícito. Los empresarios no están sujetos a estas sanciones, salvo cuando se les comprueben evasión flagrante de impuestos, lavado de dinero o cosa semejante. Pero esta diferencia se salva, como ha ocurrido desde tiempos inmemoriales, con prestanombres, sociedades anónimas o parientes “listos” que a nombre de la familia (sin decirlo) hacen dinero bajo la protección del poder de sus padres, tíos, cuñados, o lo que sea –incluidos los compadrazgos. Es la asociación entre los políticos y los empresarios que, en el ámbito de la derecha –repito–, se ve como cosa natural.
La frase atribuida a Hank González de que político pobre es un pobre político opera a las mil maravillas para los gobernantes panistas; si no, ¿para qué entrar en la política? La máxima ambición de un neopanista (para distinguirlo de los viejos que perdieron la hegemonía en su partido a mediados de los setenta) es lograr por la vía de la política y del poder institucional lo que no lograron como empresarios o como empleados de empresarios.
Vicente Fox y su ambiciosa esposa son el mejor ejemplo de lo que he tratado de explicar. Ya se veía desde que ambos ocuparon la Presidencia de la República, incluso en cosas aparentemente insignificantes como sus inútiles (pero costosos) viajes al extranjero con todo y sus respectivos séquitos. Actuaron como provincianos nuevos ricos y así como diciendo “si no es ahora quizá no sea nunca” y, además, con trato especial de presidente y “presidenta” en el extranjero. Una oportunidad de oro que no podían desaprovechar, incluso para exhibir, en el caso de ella, sus modelos de ropa que luego remató para causas supuestamente altruistas (muy de ella, la que se conmueve todavía –dice– con los pobres).
Cada vez que leo sobre la riqueza de los Sahagún-Fox (o al revés, si se prefiere) y de sus parientes, recuerdo, sin poderlo evitar, a Leónidas Trujillo, el viejo dictador de República Dominicana desde 1930 a 1961. Trujillo y su familia (en el sentido más amplio del término) se enriquecieron con el ejercicio del poder absoluto del dictador, y la soberbia del gobernante de facto llegó a extremos de construir suntuosas obras públicas (¿bibliotecas inservibles también?) para inmortalizarse, y hasta cambió el nombre de la capital de su país llamándola Ciudad Trujillo. Estoy haciendo una analogía, no una comparación, pues el gobierno de Fox no fue precisamente dictatorial, aunque también, a semejanza del dominicano, quiso decidir sobre su sucesor (lo que, según parece, no le resultó como hubiera querido).
Los panistas, como buenos defensores del status quo, van por todo, y aunque fuera sólo por esto son peligrosos o, para usar una frase de ellos, un peligro para México. Ojalá la izquierda, aun moderada como es, lo entienda y haga todo lo posible para sacarlos del poder. No veo otra opción.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario