Editorial
El proceso de discusión de las supuestas reformas fiscal y electoral, parte de un paquete más ambicioso que incluye también los sectores energético y laboral, parece perderse en callejones sin salida, cambios súbitos de posición por parte de los protagonistas y regateos de última hora. El absurdo aparente de la negociación se explica porque lo que verdaderamente está sobre la mesa en el momento actual no es un conjunto de transformaciones para el bien de México, sino el acomodo, de cara a lo que resta de la presente administración, de los grupos de poder político-empresarial y mediático que realmente mandan en el país.
El eje articulador de ambos procesos no es la búsqueda de equilibrio y vigor en las finanzas públicas ni el propósito de avanzar en la transición hacia la democracia, sino el afán de tres bandos principales –el priísmo, el elbismo y el empresariado– por defender sus cotos de poder y sacar tajada de un gobierno escaso de legitimidad y desprovisto de un proyecto coherente de país.
A guisa de ejemplo, baste recordar la ruta que ha seguido la propuesta de aumentar el impuesto a las gasolinas: esbozado originalmente en el proyecto de reforma fiscal que presentó el Ejecutivo federal, tal impuesto habría de ser cobrado por los gobiernos de los estados, priístas en su mayoría, los cuales se rehusaron a pagar el costo político que conllevaba la medida, y dejaron la responsabilidad del cobro –y la obligada perspectiva de impopularidad– en manos del gobierno calderonista. Éste, abrumado por el rechazo empresarial a la CETU (contribución empresarial a tasa única), hubo de asumir la paternidad del impuesto de 5.5 por ciento a los combustibles y provocó, con ello, el descontento de las bancadas legislativas panistas. En un intento por contrarrestar el repudio popular que causa por adelantado ese incremento de hecho al precio de la gasolina, el oficialismo empezó a esgrimir una reducción de las tarifas eléctricas a todas luces insostenible –a menos que se pretendiera llevar a la quiebra en un plazo muy corto a la Comisión Federal de Electricidad y a Luz y Fuerza del Centro– y que, a lo que puede verse, no es más que una cortina de humo. En suma, el regateo por los mecanismos de recaudación no producirá una verdadera reforma fiscal ni hacendaria; es el prefacio a una simple miscelánea que no incidirá mucho ni poco en los exasperantes rezagos humanos y económicos que padece el país.
En lo que respecta a la supuesta reforma electoral, los jaloneos por las formas y los ritmos de la remoción del Consejo General del Instituto Federal Electoral (IFE) tienen por actores centrales al priísmo, que no quiere llegar a los comicios de 2009 con una autoridad electoral controlada por Elba Esther Gordillo, y al gobierno y su partido, obligados a intentar al menos la defensa del equipo que encabeza Luis Carlos Ugalde, al cual deben en buena medida su continuidad en la Presidencia. Los recientes chantajes y desfiguros del aún titular del IFE han confirmado las irregularidades en las que incurrió la directiva del organismo electoral en las elecciones presidenciales de julio del año pasado, por más que algún sector de la opinión pública se movilice “en defensa del IFE” y en contra de operar cambios de calado en la legislación electoral. Pero, independientemente de que se despida a los consejeros electorales actuales o que se les conserve en sus puestos, hay un hecho inocultable y agraviante, que es la suciedad de los comicios de 2006, a la cual contribuyeron en forma decisiva, además de los funcionarios ahora cuestionados y sus pares del máximo tribunal electoral, la Presidencia, las cúpulas empresariales, la camarilla que controla el sindicato de la educación y los consorcios poseedores de los medios electrónicos del país.
Es de obvia resolución la propuesta de reducir los periodos de campañas y eliminar los gastos de publicidad partidaria en esos medios, así como constreñir el proselitismo radial y televisivo a los tiempos de transmisión del Estado; no debe ignorarse, sin embargo, que la idea pondría fin al jugosísimo negocio que los medios electrónicos realizan en cada campaña electoral, y resulta poco probable que los corporativos correspondientes no emprendan, si es que no han emprendido ya, una campaña para frenar la propuesta, sea por voz propia o prestada, o que se limiten a echar mano del control sobre sectores cruciales de la clase política –como lo hicieron para conseguir la aprobación de la ahora suspendida ley Televisa– para impedir que sea adoptada.
Los meandros de la negociación en curso no pasan, en suma, por el interés nacional. Los bandos involucrados se disputan enormes tajadas de dinero y poder, con el gobierno panista en rehén del Partido Revolucionario Institucional, una fuerza política integrada por una colección de cacicazgos, de los cuales el más importante –el elbista– está fuera del partido. El de la Revolución Democrática, por su parte, se encuentra al margen de las decisiones, no sólo por la identidad de fondo entre panistas y priístas, sino también por una problemática interna que lo lleva a la parálisis y la desorientación. Cabe dudar que de las negociaciones de las “reformas” surja una perspectiva de cambio positivo para las mayorías.
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