Editorial
La ceremonia de entrega de los premios Príncipe de Asturias 2007, celebrada ayer en Oviedo, España, representó un marco idóneo para la reivindicación de la memoria histórica, con la entrega del galardón de la Concordia al Museo de la Memoria del Holocausto, de Jerusalén; con la emotiva ovación que recibió una representación de sobrevivientes de los campos de concentración nazis y con el minuto de silencio que se guardó en recuerdo de quienes perecieron bajo el yugo alemán en el contexto de la Segunda Guerra Mundial.
El Holocausto ocupa un lugar central en el memorial de horrores de la historia de la humanidad. La persecución, la segregación y el asesinato masivo que sufrió el pueblo judío a manos del régimen nazi y sus aliados hace más de medio siglo no ha dejado de aterrar a la comunidad internacional, sobre todo por el avanzado nivel de sevicia con el que llegaron a operar los campos de concentración alemanes y que derivó en la ejecución de dos tercios de la población judía de Europa como parte de la llamada “solución final”. Además del genocidio cometido contra el pueblo hebreo, la maquinaria nazi asesinó a decenas de miles de gitanos, más de 200 mil discapacitados –condenados al llamado “programa de eutanasia”– y millones de prisioneros de guerra soviéticos, lo mismo que a homosexuales y disidentes políticos y religiosos.
A la vista del rosario de testimonios existentes sobre el horror, la destrucción y la sangría que el Holocausto provocó por toda Europa, resulta por demás cuestionable la persistencia de versiones negacionistas respecto de su realidad histórica: deben respetarse, sin duda, las distintas vertientes de investigación que plantean la revisión de los sucesos históricos a fin de lograr un mayor acercamiento y una más cabal y objetiva comprensión de sus causas, pero la negación del Holocausto deriva en declarar inexistente el dolor de los millones de personas que lo padecieron, además de pasar por alto los paralelismos de ese fenómeno con otros que se han sucedido a lo largo de la historia y en distintas latitudes.
En efecto, y para desgracia mundial, Auschwitz no ha sido la única muestra del grado de barbarie al que puede llegar la humanidad. El siglo pasado se vio marcado por la aparición de prácticas genocidas en lugares como Ruanda, Camboya o Chechenia. Significativamente, se mantiene el debate entre el gobierno turco y diversos sectores de la comunidad internacional respecto de la masacre de un número indeterminado de civiles armenios –el llamado “Holocausto de Armenia”– durante la Primera Guerra Mundial a manos del imperio otomano.
En ese sentido, tampoco puede pasar inadvertido el conjunto de matanzas de poblaciones indígenas ocurridas sistemáticamente en América Latina desde el periodo de la conquista, pero acentuadas en las últimas décadas a raíz de la inestabilidad política y las tendencias represoras de los gobiernos de la región. Esta situación se agrava por la ineficiencia de los aparatos de justicia, que se ha traducido en impunidad y protección para los responsables.
La persecución, la desaparición forzada, la tortura y el asesinato son factores comunes entre la historia del pueblo judío y la de los pueblos originarios de América. Así como resulta imperativo mantener viva la memoria del Holocausto, habrá que tener igualmente presente la historia de las masacres en las naciones latinoamericanas; si lo que se quiere es prevenir su reproducción, resulta imperativo recordar y condenar ese tipo de fenómenos, que constituyen un flagelo histórico de la humanidad.
Si guardamos un minuto de silencio por todas las masacres que se han dado en el mundo, nos vamos a quedar callados todo el año.
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