El presidente Calderón declaró hace unos días que “si se miran de manera agregada los datos, el TLC ha sido beneficioso para México”. Puesto que una ciudadana común y corriente como yo no sabe qué quiere decir eso, pues vivo en un país que ya no produce ni un tornillo y no veo cómo eso se puede considerar beneficioso, acudí a los especialistas para que me lo expliquen. Pero lo que me dijeron fue completamente otra cosa: que a poco más de una década de su entrada en vigor, ya resulta claro que el dicho tratado solamente favoreció a los grandes consorcios, y que “la disparidad de renta entre ambos países ha aumentado en 10%”, y que para la economía mexicana el crecimiento ha sido de un decepcionante 1.8% (otra fuente habla de 0.9% desde 1994 hasta 2007), y que hay un importante retroceso en el ingreso per cápita, cuyo crecimiento real “fue casi inapreciable”, y que México “depende más de Estados Unidos”. Por eso el economista Joseph Stiglitz escribió: “La liberalización y la apertura de mercados es una consigna que el norte inventó para los países del hemisferio sur, pues ellos siguen siendo proteccionistas”. Sin embargo, esta perspectiva, por terrible que sea, todavía no llega a la entraña del asunto. En notas aisladas aparecidas aquí y allá va saliendo a la luz la tragedia de la vida del dueño de una fábrica de suéteres o de juguetes o de zapatos que tuvo que despedir a sus 400 obreros, deshacerse de sus máquinas y empezar a comprar productos chinos de contrabando para revenderlos, o de la esposa del campesino que una vez por semana desde hace medio siglo iba a la ciudad más cercana a vender las flores o las lechugas que aquél cultiva y que un buen día ya no le compraron porque el mercado está inundado de flores holandesas y de lechugas de California, o de la familia que tiene que pedir limosna porque no tiene ya caso sembrar jitomate o frijol. A todas esas personas sin duda les va bien la frase del economista: “Los pequeños productores de todo México han enfrentado la competencia de importaciones baratas de EU”, pero les queda corta. Porque como escribió un lector en una carta publicada en un diario español: “¡Estos economistas y sus números nos iluminan con su inagotable sabiduría! Si una persona se come un pollo y la otra no, estadísticamente los dos se han comido medio, argumento macroeconómicamente impecable, aunque desde la economía doméstica una de las dos muera de hambre, también de manera impecable”. Algo así sucede con la palabra “beneficioso” que han empleado Salinas y Zedillo, Fox y Calderón en relación al Tratado de Libre Comercio, y que reiteran sus secretarios de Hacienda cuando dicen que la macroeconomía está perfecta, y sus secretarios de Agricultura cuando juran que el campo está bien y que “el sector rural fortalece nuestra seguridad alimentaria” y que “nuestro país, con su política agropecuaria, se puede hacer cargo de su alimentación”, palabras todas dichas por ellos aunque desdichas por otros. A principios de los años 80 David Barkin y Blanca Suárez en su libro El fin de la autosuficiencia alimentaria llegaron a la conclusión de que aún en tiempos con crecimiento de la producción de granos, frutas, legumbres y oleaginosas, como sucedió en los 60, el desastre del campo estaba anunciado porque la tendencia no era producir para las necesidades humanas sino para conseguir rentabilidad para el gran capital. A principios de esta década, de este siglo XXI, la Confederación Nacional Campesina y la Central Independiente de Obreros Agrícolas y Campesinos dijeron que “la demanda nacional de alimentos había sido cubierta en 50% con adquisiciones del exterior” y que “casi la mitad de las divisas que entran por la venta de petróleo tienen que salir por la compra de granos básicos, carne y leche”. Según un estudioso, “las importaciones de alimentos han crecido 400% en 20 años”, y de ésas, 82% del total de las agropecuarias proviene de Estados Unidos. De modo que la apertura de las fronteras al maíz, el frijol, la leche en polvo y el azúcar ya es sólo el último escalón de la catástrofe del campo mexicano, que se viene a agregar a la catástrofe de la pequeña y mediana industria y comercio, para dejarnos como país que sólo tiene para ofrecer servicios y mano de obra. Pero está visto que saberlo no va a impedir que el Presidente y sus funcionarios, los legisladores y los estudiosos de la economía, quien esto escribe y usted amable lector, nos vayamos a la cama después de cenar, a dormir tranquilamente. Y es allí donde radica nuestra complicidad con la injusticia.
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