Sergio de Castro Sánchez
El pasado domingo 10 de febrero el diario El País publicaba un reportaje que bajo el título “La rebelión se llama Eufrosina” trataba de presentar a las formas de organización política de los pueblos originarios de Oaxaca como raíz de las desigualdades que en materia de género se dan en las comunidades indígenas. Intención que ya se deja muy clara desde el comienzo cuando podemos leer en el subtítulo que “Una mexicana de Oaxaca encabeza la lucha contra los 'usos y costumbres' indígenas que anulan a la mujer”, magnificando, además, un movimiento que, al menos en los términos en los que se refiere el reportaje, ni de lejos está teniendo en Oaxaca la fuerza que pretende hacernos creer su autor.
En la línea general de la publicación del Estado Español, el encargado en México de estos tipo de menesteres emanados de las más altas cúpulas de los intereses financieros de la Colonia, Francesc Relea, manipulaba y erraba en la información con la sola intención de socavar la que ha sido la inspiración fundamental del movimiento oaxaqueño en su propuesta política: el descrédito hacia las estructuras políticas de la democracia formal y la organización de base, comunitaria, como forma alternativa de hacer política. Así pues, El País vuelve a utilizar reivindicaciones sociales legítimas, e incluso necesarias, con el fin de hacer caja política en un marco, el mexicano, que en estos momentos necesita de todo el arsenal disponible: cuando de llenarse el bolsillo se trata, la estrategia debe estar bien planificada y, en lo que nos atañe, debe apuntar también a las bases políticas y culturales que puedan suponer un estorbo. Un marco, recordémoslo, marcado en lo económico por los probables procesos de privatización de Pemex o la Comisión Federal de Electricidad (con grandes proyectos en el Istmo de Tehuantepec, como por ejemplo el Parque eólico La Venta), que supondrían grandes ingresos para trasnacionales españolas como Repsol o Endesa, y que podrían verse dificultados por unas luchas sociales que tienen en los pueblos originarios su raíz no sólo activa, sino también ideológica.
La idea que nos quiere transmitir el bueno de Francesc es tan vieja como clara: el progreso cultural, cristalizado en lo político en la democracia formal, es la respuesta ante las desigualdades y la discriminación del “primitivismo” cultural y político de los indígenas. Así pues, lo necesario es absorberlos en beneficio de los valores universales de la Modernidad, en este caso, a través de la “democracia”. Y ello en nombre de la justicia social.
No es ni mucho menos una estrategia que en lo esencial sea nueva. El indigenismo (al que el documentado autor se refiere en su artículo sin saber qué significa) se convirtió en teoría antropológica asumida como parte de la política nacional mexicana a partir de la creación en la década de los 40’ del siglo pasado del Instituto Nacional Indigenista (INI). Sus estrategias de aculturación variaron a lo largo de los años; su finalidad, no: hacer desaparecer a los pueblos indígenas por suponer un obstáculo para el progreso de la nación. Ayer, por el bien común, hoy (que somos más solidarios) por el bien de ellos mismos.
Se podría hacer un análisis pormenorizado del reportaje aparecido en el rotativo del grupo PRISA, pero me referiré tan sólo a algunos de sus momentos más deslumbrantes.
Tal y como se señala en el título del texto, Eufrosina Cruz representa la verdadera “rebelión” social del pueblo en Oaxaca y de las comunidades indígenas. Por supuesto el título no está elegido al azar: el movimiento popular y la insurrección del año 2006 no representan más que, en tanto encuentran su inspiración en las formas de organización de los pueblos originarios, un movimiento que en su lucha opta también por la marginalidad de la mujer. De manera oculta, el texto nos quiere transmitir la idea de que el triunfo del movimiento oaxaqueño supondría al mismo tiempo dar continuidad a la situación de discriminación que viven las mujeres. Se olvida, sin embargo, que en la lucha social oaxaqueña, en el seno de la APPO y otros sectores, es esencial el papel de la mujer, y sus reivindicaciones, tanto de género como no, son parte fundamental de su programa socio-político. Un movimiento y unas reivindicaciones a las que el reportaje no hace la más mínima referencia.
Pero no sólo se trata de manipular y contar medias verdades, sino también de mostrar ineptitud y desconocimiento. Eufrosina, cuya lucha aunque seguramente es digna de todo elogio, está siendo utilizada por el poder de siempre, trató, según nos cuentan, de ser alcaldesa del municipio que la vio nacer, Santa María Quiegolani. Sin embargo, según Francesc, el ser mujer “le impide votar y participar como candidata en las elecciones municipales”. Aún así, presentó su “candidatura al margen de la asamblea del pueblo, y sus papeletas acabaron en la basura”. Lo esencial de los “usos y costumbres”, sistema por el que se rige Quiegolani, es que las decisiones no se realizan por votación, sino en asambleas en las que se discuten los diferentes asuntos y respecto de los cuales sólo se toman decisiones cuando se llega a un consenso. Por tanto, en estos casos, no existe nada parecido a “papeletas” o votaciones. Si realmente se dio un proceso semejante (reconozco desconocer la realidad concreta de ese municipio), no fue por influencia de los “usos y costumbres”, sino por la de los partidos políticos que desde hace tiempo tratan de introducirse en los procesos comunitarios con el fin de desbaratar y dividir a las comunidades.
Pero otro elemento en el que, en el caso concreto de Eufrosina, Francesc muestra su ignorancia, es respecto a la razón fundamental por la que ella no pudo presentarse como candidata a alcaldesa. Desde muy joven dejó la comunidad en busca de una vida mejor en la ciudad y, de hecho, en estos momentos, cuenta el alcalde, no vive en ella. Según él, “uno de los puntos de los usos y costumbres es que todo candidato debe vivir en la comunidad”. Y eso no es algo gratuito o secundario, como parece hacernos creer el autor del reportaje, sino esencial en la visión comunal de los pueblos originarios de Oaxaca. El núcleo identitario de sus pueblos indígenas lo constituye la comunidad; desde ella se definen en lo que son y el individuo sólo es, en tanto pertenece a una comunidad de manera activa: trabajo comunitario, asambleas, fiestas... Quien no participa de esa vida comunal, quien no forma parte activa de esa realidad, no puede, desde luego, aspirar a comprender cuáles son sus necesidades y, por tanto, a formar parte de sus autoridades. Pero claro, en un estilo propio de Francesc, muestra las ideas esenciales como simples anécdotas o excusas y como esencial lo que en realidad es incomprensible si no se analiza desde los parámetros adecuados. ¿Será sólo ignorancia?
Esto mismo vuelve a hacerlo cuando cita a la antropóloga Margarita Dalton en las líneas finales de un texto separado del principal que lleva por título “La difícil armonía entre ley y tradición” (la ley, la modernidad, parecen ser poco compatibles con las tradiciones indígenas, ancladas en la injusticia): en la sociedad oaxaqueña “las mujeres no participan mucho, sean o no de comunidades indígenas”. Esto, al parecer, es completamente secundario cuando se trata de deslegitimar las tradiciones indígenas y por eso lo incluye a la manera de la letra pequeña de un contrato bancario. En otro lugar, la misma fuente reconoce que los “obstáculos y amenazas” en contra de las mujeres que entran en política se dan tanto en los municipios regidos por “usos y costumbres” como por partidos políticos. Cualquiera que haya estado en México sabe que efectivamente es un país en el que el machismo campa a sus anchas en todos los ámbitos de la vida pública y privada y que, por tanto, la discriminación y la violencia contra la mujer no es una cuestión que surja exclusivamente de una mentalidad trasnochada y antimoderna producto del “primitivismo” indígena, sino un mal endémico tanto de México como de tantas otras sociedades “civilizadas”.
Pero, por supuesto, la solución para Oaxaca está cerca y Francesc no pierde la oportunidad de mostrarnos cuál es.
Durante una visita tan heroica como histórica del Gobernador Ulises Ruiz a Quiegolani (“Era la primera vez que la máxima autoridad del Estado se dejaba ver por aquellas tierras olvidadas”), Eufrosina se acercó al insigne mandatario: “No respeto al alcalde, porque sería darle la razón a los abusos y costumbres. Le dije al gobernador que vigilaré la actuación de las nuevas autoridades y estaré atenta a que no se violen los derechos de mi gente”. Así pues, Ulises Ruiz, conocido por su enconada lucha contra la injusticia social, “exhortó al alcalde a impulsar la participación activa de las mujeres en las elecciones municipales, y de regreso a Oaxaca promovió una iniciativa de ley en este sentido, que la diputada Sofía Castro, del Partido Revolucionario Institucional (PRI), presentó el jueves pasado en el Congreso del Estado”. La ley y la justicia, de la mano de la “democracia”, se han puesto en marcha para frenar los abusos de unas prácticas propias de pueblos primitivos que no saben lo que es el progreso en ninguno de sus aspectos, incluido el de los derechos de la mujer. Lástima que a la hora de impedir los abusos policiales en contra de las mujeres Ulises Ruiz y en general todos los políticos mexicanos, no muestren tanto interés.
Lo indígena está tan sujeto a la historia como cualquier otro ámbito humano. Su caracterización esencialista, como estructuras cerradas, ajenas al discurrir de los tiempos, ha sido parte de teorías antropológicas en absoluto neutrales políticamente. Lo indígena, desde este punto de vista, se convierte en un espacio casi inerte y anclado en el pasado, que es aquello de lo que, de manera única, le dota de identidad. Cualquier proceso de cambio, supone así la pérdida de su carácter a la vista de los que vuelan en círculo desde las alturas a la espera de que el cadáver pueda ser devorado. Interesa que desaparezcan y no son pocos los reclamos y tentaciones que el poder muestra como “mejoras” en sus condiciones de vida. Una vez el progreso, la verdadera cultura incluso, entra en las comunidades, sus modos de vida, alternativos al del capital, están más cerca de desaparecer o, al menos, de ser considerados como tales.
Pero si eso no es posible, si los pueblos resisten y caminan según sus propios tiempos, entonces, si no se conforman con convertirse en piezas de museo, la estrategia debe cambiar. Y entones el aparato represor se ve acompañado del discurso ideológico de la Modernidad; las muertes, las desapariciones y las torturas, de intelectuales y periodistas dispuestos a descubrir al mundo las injusticias que comenten los salvajes en su cabezonería por no aceptar la verdad de los valores de la “civilización”.
Es cierto que, como en casi todas las sociedades de todo el mundo y de todas las épocas, las mujeres han sido violentadas en sus derechos fundamentales, y los “usos y costumbres” deben, desde sí mismos, buscar la manera en que se abran a la participación de la mujer. No es admisible que, desde el relativismo, cualquier práctica cultural sea susceptible de encontrar justificación. Pero la manera en que deben hacerlo debe surgir de ellos mismos, desde sus propias lógicas y no a través de procesos de aculturación que, lejos de buscar la justicia social, sólo ansían acabar con todo lo que sea un obstáculo en sus pretensiones imperialistas. Unas pretensiones para las que el diario español ya prepara a sus “bienpensantes” lectores, en vistas a que muestren su conformidad ante el cercano desembarco en suelo mexicano de sus grandes estandartes empresariales.
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