Adolfo Sánchez Rebolledo
El “Estado profundo” del viejo régimen se tragó al gobierno de Calderón como antes lo hizo con el de Fox. En lugar de reformar las instituciones, los gobiernos de la alternancia panista se adaptaron a las cambiantes circunstancias del antiguo y mermado presidencialismo. De lo perdido lo que aparezca, parecen replicar. Es como si, bajo las máscaras del pluralismo y los gobiernos divididos, el Presidente le hablara a ese interlocutor no registrado, presente tras bambalinas como factótum del poder, pese a los avances de la democracia. O eso da a entender la táctica discursiva del gobierno en materia energética. Por una parte se encarga de promoverla llenando todos los espacios deliberativos. Por la otra, elude plantearla ante la ciudadanía. Más bien, va soltando retazos, opiniones, acotaciones que sus subordinados explayan, corrigen, amplían conforme a las veleidades de la opinión pública medida por las encuestas. No hay franqueza en la comunicación presidencial y sí deliberado confusionismo, afán de ganar tiempo mientras diluye las principales resistencias.
A la celebración oficial, de suyo acartonada y burocrática, le pusieron sordina para no soltar prenda sobre los verdaderos propósitos del gobierno en materia energética. El ritual en Tabasco exigía exorcizar la palabra privatización, pero dejó en el aire el rumor de que la iniciativa de reforma ya está cocinada gracias a los acuerdos tejidos con un sector priísta (tal vez minoritario) que, en atención a los intereses del Estado profundo, ya decidió unirse al gobierno en esta temeraria aventura. Queda fijar la fecha y el coro que acompañará la presentación de la gran reforma. Mientras, el gobierno juega a imitar el pasado.
En la conmemoración del 18 de Marzo en Tabasco, se abrazaron el secretario general (del dirían sindicato corrupto por antonomasia, el del Pemexgate) y el Presidente. Luego escucharon al director en turno de la empresa-nodriza, la hacedora de milagros fiscales, la mítica fuente de riquezas, el botín que bien merece una reforma a modo, intentando con juegos de palabras decirnos la neta sin romper el tabú.
Lejos de abrir el horizonte los discursos oficialistas sueles ser torpes porque empañan la transparencia debida y se conforman con ser la señal codificada enviada por el poder político a los poderosos de siempre: La política como el arte de encubrir el mensaje bajo el discurso de las intenciones.
No privatizaremos el petróleo, dice Calderón, pero juega con las palabras, las vacía de contenidos, las ajusta para que digan otra cosa. Cualquiera que haya leído la Constitución sabe que hay privatización, aunque el término disguste, cuando áreas reservadas a la nación –al Estado, a Pemex como empresa– se abren al capital privado, sea mediante la asociación, la alianza o cualquiera de las versiones de los llamados “contratos múltiples”, recortados a la medida para burlar la prohibición constitucional.
A sostener la hipotética reforma calderonista se han sumado ciertas “grandes plumas”, académicos convencidos, expertos que suelen pontificar con tal sincronía expositora, y tal reiteración de argumentos, e incluso frases hechas, que más parece campaña concertada que libre expresión del pensamiento más ortodoxo. Pero el asunto no marcha, los argumentos no convencen ante la variedad de respuestas surgidas un poco de todas partes.
El gran cambio, como en otras cosas de la vida pública, no está en los personajes que ocupan la escena principal, sino en el contexto que los condicionan y determinan. Ante la cuestión del petróleo la “prudencia” del gobierno tiene su contraparte en la vigilancia de una ciudadanía descreída, a la que ya no encandilan las cuentas de vidrio del tesoro oculto bajo las aguas profundas del Golfo.
La derecha jamás ha entendido que las grandes causas nacionales no son el producto de la conspiración de los caudillos, como le sugieren los tecnócratas de nuevo y viejo cuño, que la ideología empresarial no expresa los valores de toda la humanidad y que, más allá de las promesas, hay otros caminos que emprender. Por eso, entre otras cosas, se equivoca en la comunicación y desprecia temerariamente las consecuencias potenciales de sus propios actos.
Es verdad, por otra parte, que el ruido suscitado por las aún inacabadas elecciones internas del PRD, desdibujó un poco las expresiones en defensa del petróleo llevadas a cabo en el Zócalo y otros lugares emblemáticos de la República. Más allá de los huecos en la plaza y la tribuna, la urgencia de superar la estrechez endogámica de la lucha que hoy confronta al mayor partido de la izquierda nacional es una necesidad que no debería subestimarse. Pues si, como ha expresado Andrés Manuel, estamos ante una encrucijada de la cual depende el futuro del país; lo menos que puede pedirse a quienes promueven la acción ciudadana es amplitud de criterio, capacidad para sumar y no disposición para excluir.
En pocas palabras: la resistencia pacífica sólo es factible si a la firmeza se suma tolerancia, es decir, la disposición a unir fuerzas por encima de las pequeñas miserias de las grillas grupusculares, acercando, sin discriminaciones irrisorias o petulantes, a todos aquellos cuya experiencia personal y profesional aporte algo para salvar a Pemex. En suma: convertir la defensa del petróleo en un gran movimiento abierto y plural de masas, vinculado por numerosos vasos comunicantes a universidades, asociaciones cívicas, sindicatos autónomos, organizaciones de productores y consumidores, técnicos, ingenieros y profesionales.
Por fortuna, este 18 de marzo se conjugaron discursos y acciones encaminadas al mismo fin. Subrayo la presentación de Cuauhtémoc Cárdenas en Morelia. Ojalá y se eluda todo sectarismo y la pretensión de instrumentalizar esta lucha generosa para ajustar viejas y nuevas cuentas.
La fuerza de un movimiento así está en el valor de sus propuestas, en la capacidad de hacer inteligible el vínculo entre la necesidad de iniciar una reforma que modele el presente y una perspectiva de futuro viable y eficaz.
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