Ángel Guerra Cabrera
El grito de independencia y fraternidad latinoamericana del Grupo de Río resonó y se impuso el 17 de marzo pasado entre las paredes de la Organización de Estados Americanos (OEA), en Washington, capital del imperio decadente. Las presiones estadunidenses se derritieron como mantequilla frente a la resistencia de los cancilleres de América Latina y el Caribe, quienes reiteraron en las entrañas del monstruo y en las narices de sus representantes, el pronunciamiento contra la agresión a Ecuador acordado en Santo Domingo.
Como para recordar a los vecinos del sur la peculiar diplomacia que les reserva, Estados Unidos envió al frente de su delegación a John Negroponte, uno de sus más conspicuos expertos en desestabilización y organización de escuadrones de la muerte, cuyo historial delictivo se extiende desde Centroamérica hasta Irak, donde actuó al estilo de un gauletier en la Europa ocupada por los nazis. No en balde tuvo entre sus más estrechos colaboradores en el tráfico de armas por drogas contra la revolución sandinista a los terroristas de origen cubano Félix Rodríguez Mendigutía y Luis Posada Carriles, ambos, por cierto, huéspedes distinguidos en Miami del gobierno que se proclama campeón mundial de la lucha contra el terrorismo.
En el debate y entre bambalinas, Negroponte intentó que la reunión, a la manera de Israel contra los palestinos, justificara la agresión de Bogotá invocando su derecho a la “autodefensa”: codificar jurídicamente en nuestro continente la llamada doctrina Bush de la guerra preventiva. Inútil tentativa. Al parecer algún gobierno débil de los situados al sur del río Bravo cedió inicialmente a las pretensiones estadunidenses, pero lo sustantivo es que a la postre venció rotundamente la determinación latinoamericana, unida una vez más en torno a la firme posición del gobierno del presidente Rafael Correa en defensa de la soberanía ecuatoriana y del derecho internacional.
Es muy grave el precedente que trató de sentar Estados Unidos con la masacre fríamente calculada contra el campamento de las FARC en territorio de Ecuador, no sólo en lo tocante al desprecio por las soberanías nacionales, sino al respeto a la vida de los seres humanos. La operación de exterminio, donde en un flagrante crimen de guerra fueron rematados los sobrevivientes, guerrilleros y civiles desarmados, prefigura el proyecto deliberado de instalar en América Latina la receta aplicada indiscriminadamente por Washington a los musulmanes. Con aducir simplemente que son terroristas, basta para lograr el silencio cómplice o el aplauso mediático, así sea que se les torture o asesine. Es la misma lógica que lleva a la prensa dominante a permanecer inmutable ante el millón de muertos ocasionados en Irak por las armas yanquis o a su repugnante linchamiento de la estudiante mexicana herida y sus compañeros asesinados.
El imperialismo y sus medios de (des)información desarrollan a todo trapo la preparación sicológica de una contrarrevolución en Venezuela, Bolivia y Ecuador, que permita aislar a Cuba, y luego rematarla –como si fuera tan fácil– igual que a los heridos en el campamento de las FARC. Bush, que rumia por la magna crisis económica y por ser derrotado hasta en la OEA, horas después de la reunión de cancilleres descargaba su bilis contra Hugo Chávez, vinculándolo al terrorismo con las supuestas evidencias encontradas en las computadoras a prueba de bombas de Raúl Reyes.
No es gratuito. Venezuela, con mucho petróleo, sostiene la bandera antimperialista y es pieza clave en el ajedrez continental a favor de la independencia, la soberanía, la integración y la paz entre los pueblos, y Washington sueña con imponer allí de nuevo un gobierno servil como los anteriores a Chávez. La agresión contra Ecuador demuestra la amenaza que representa un Bush, apaleado y desprestigiado, pero con abundantes arsenales bélicos y mediáticos, para seguir matando y envenenando las mentes de millones.
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