Ángel Guerra Cabrera
¿Por qué tienen que venir militares de Estados Unidos a construir pozos de agua, unas pocas escuelas y centros médicos cuando hay personal peruano capacitado para ello?, espetaba en mayo la diputada por Ayacucho Juana Huancahuari, del Partido Nacionalista, a la justificación que dio el gobierno de Alan García sobre la indeseable presencia. Y si vienen en misión humanitaria –remató–, ¿por qué traen tres helicópteros de combate Chinook? A finales de febrero seis mujeres y un hombre fueron apresados por la policía peruana cuando regresaban de la reunión de la Coordinadora Continental Bolivariana, celebrada en Ecuador, y acusados –alharaca de prensa mediante– de terroristas que atentarían contra la cumbre América Latina-Unión Europea efectuada en Lima. Tres meses después, al no existir prueba alguna de su militancia subversiva ni del atentado, las mujeres fueron liberadas, pero su compañero Roque Gonzales, conocido periodista y activista bolivariano, aún permanece en la cárcel. La diferencia es que Gonzales militó en el insurgente Movimiento Revolucionario Tupac Amaru (MRTA), por lo que cumplió 10 años de prisión durante el criminal fujimorato. Con esa lógica jurídica habría que poner tras las rejas a cientos de ex guerrilleros insertados en política, entre ellos altos funcionarios de varios gobiernos latinoamericanos y, por qué no, condenar retroactivamente, desde George Washington, a todos los luchadores por la independencia. Cierto, el régimen de García es difícil de igualar en la represión de la protesta social y en el afán de convertirse en sucursal del Plan Colombia, pero este cuadro no es exclusivo de Perú y forma parte de un proyecto continental.
Después de la agresión yanqui-uribista a territorio ecuatoriano del primero de marzo, se abrió en América Latina una nueva etapa en la contraofensiva de Washington para revertir los importantes avances por vía legal del movimiento popular y derrocar los gobiernos reacios a aceptar la tutela imperial con vistas a dejar sola a Cuba de nuevo y asestarle una estocada mortal. Estrechamente unido a ello, resulta que los regímenes más subordinados a Estados Unidos ya no pueden sostenerse, si no es recrudeciendo la represión, desplegando los uniformados con el pretexto del combate al narcotráfico, induciendo el miedo en la sociedad mediante campañas mediáticas goebbelianas, violando burdamente los derechos civiles y quebrando las mínimas normas de equidad en la competencia electoral, incluido el fraude de Estado. Y como esto no les alcanza, allí están la cuarta flota –enfilada principalmente contra Venezuela– y la prisa de Washington por aumentar su presencia militar en la región, prolongar indefinidamente el conflicto colombiano y extenderlo a toda América Latina con el argumento del combate al terrorismo.
El objetivo principal de los sensacionales hallazgos a la carta en las computadoras acorazadas de Raúl Reyes ha sido satanizar a Hugo Chávez y Rafael Correa, pero también la criminalización del movimiento popular y sus líderes y del pensamiento contestatario del río Bravo a la Patagonia, arguyendo mendazmente su complicidad con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), o simplemente, con el “terrorismo” en abstracto. Los pobres de la Tierra nunca compartirán la visión sobre el terrorismo de las potencias imperialistas ni de sus opresores locales, que les han impuesto el terrorismo de Estado sistemáticamente. Quien estudie la historia con honestidad comprobará que desde hace milenios la violencia –el terror: económico, militar, cultural– es inherente a los regímenes de explotación y, a su vez, la única causa de la insurgencia de los de abajo. Pero el gran desafío hoy del movimiento popular latinoamericano es preservar y ensanchar con la mayor audacia y creatividad, sin ceder al sectarismo, los espacios legales conquistados, que exige trabajar incansablemente por una salida política digna, justa y democrática al conflicto colombiano.
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