Luis Herrnández Navarro
Una enorme escultura de Minerva, la diosa de la sabiduría, las artes y las técnicas de la guerra en la mitología romana, adorna el patio del edificio de la Escuela Normal de la Independencia, en el estado de México. Mide cinco metros de alto por tres de ancho; en la mano derecha sostiene una bandera y en la izquierda la antorcha del conocimiento. No es casualidad: Minerva es, también, la deidad tutelar del normalismo.
Pero, a pesar de su peso simbólico en la educación nacional, la vida de Minerva corre peligro. Elba Esther Gordillo se propone ultimarla. Con el pretexto de que el sistema educativo no puede absorber los docentes egresados de las escuelas normales, ha dispuesto convertirlas en instituciones formadoras de “técnicos en actividades productivas”.
La afrenta no es poca cosa. Fiel a los designios de la tecnoburocracia que rige la Secretaría de Educación Pública (SEP), la líder vitalicia dispara de muerte contra una institución central en el sistema educativo nacional. Las escuelas normales han sido las responsables de la formación de los profesores de educación básica desde las pasadas tres décadas del siglo XIX. La educación pública es impensable sin el normalismo, de manera que atacarlo es otra agresión contra la educación pública. Más aún cuando hay evidencias sólidas de que faltan docentes en muchas escuelas.
La inmensa mayoría de los maestros de educación básica que se encuentran en servicio se reconocen normalistas. El normalismo es su identidad y motivo de orgullo. En esta institución se resumen algunas de las mejores tradiciones del trabajo del magisterio nacional. Llamar a su desaparición es una provocación descomunal.
Para los estudiantes provenientes de los sectores más pobres, hijos de trabajadores, campesinos y de maestros, el normalismo es una de las pocas vías de ascenso social existentes. Clausurarla, como pretende la maestra, implica cerrar, aún más, las esperanzas en un futuro un poco menos malo en las familias de menores recursos.
Es, además, una actividad preponderantemente femenina: 68 por ciento de los estudiantes de escuelas normales son mujeres y 32 por ciento hombres. En las licenciaturas de educación prescolar, primaria, secundaria y especial el porcentaje del alumnado femenino es aún mayor. Sólo en la licenciatura de educación física hay una proporción mayor de varones. Eliminar el normalismo es una forma muy peculiar de defender la causa de las mujeres.
El asalto contra el normalismo se efectúa, irónicamente, cuando su ciclo de crecimiento ha disminuido. Su boom se vivió hace más de 30 años. Durante la década de los 70 la matrícula de educación normal creció significativamente. En apenas una década se multiplicó casi tres veces. En 1980 alcanzó 332 mil estudiantes, la cifra más alta en la historia.
A partir de esa fecha la matrícula descendió presionada por los sistemas de educación abierta, el fortalecimiento de las escuelas técnicas, la fundación de la Universidad Pedagógica, el cierre de normales rurales y la creación del bachillerato pedagógico, que elevó a siete años el tiempo de formación de un profesor de primaria. Al comienzo de los años 90, la matrícula llegó a 109 mil estudiantes, esto es, una cantidad 67 por ciento menor a la de una década anterior.
El normalismo ha sufrido importantes cambios internos. En los últimos 35 años han tenido siete reformas curriculares. En promedio, una cada cinco años. Ninguna se ha preocupado seriamente por resolver los graves problemas de infraestructura que sus instalaciones tienen. En más de una el Banco Mundial ha metido seriamente la mano.
Elba Esther Godillo propone cerrar las normales públicas, pero guarda silencio sobre el destino de las privadas. En 2003 había en México 457 escuelas normales; 60 por ciento eran públicas y 40 por ciento privadas. En ellas se atendía a 169 mil alumnos, 60 por ciento en escuelas públicas y 40 por ciento en privadas. No es infrecuente que muchos de los dueños de las normales particulares sean dirigentes sindicales aliados de Gordillo. Se trata de un magnífico negocio nacido de las relaciones de complicidad que mantienen con las autoridades educativas y que se complementa por su capacidad para ofrecer plazas como docentes a los egresados de sus instituciones escolares. De paso, el charrismo gremial ha considerado a las escuelas normales públicas y a las dependencias educativas encargadas de su administración como parte de su cuota de poder.
En meses recientes se ha levantado una fuerte crítica a la forma en que se contrata a los egresados de las normales. Pero la crítica debe centrarse en las autoridades educativas. Resulta que, según un estudio de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, la asignación de las nuevas plazas docentes en 2003 era decidida exclusivamente por la autoridad educativa en 11 estados, en tres dependía enteramente de la sección sindical y en 18 entidades federativas se repartía a partes iguales. En 13 estados existían mecanismos de elección y en 19 no se aplicaba ninguno.
Al pedir la muerte de Minerva, Elba Esther Gordillo ha perpetrado una nueva afrenta contra el magisterio nacional. Está aún fresca la indignación ante la reforma a la Ley del ISSSTE que expropió las pensiones de los trabajadores al servicio del Estado. Entre los educadores del país el descontento corre como reguero de pólvora.
La defensa del normalismo no es una nostalgia antimoderna. En él se resume el ethos gremial. Esa forma de ser de los maestros de base ha sido desafiada. Y de ese desafío difícilmente saldrá impune.
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