Jesús González Schmal
Probado como está que el combate al narcotráfico por la vía de la mayor penalización y persecución no ha dado resultados y, en el mejor de los casos, es un gasto desorbitado e injusto para un pueblo urgido de servicios básicos, cuando no es un perverso negocio entre narcotraficantes y autoridades en el que se simula la guerra para sacar provechos mutuos, Manú Dornbierer, desde los años 70, la consideraba una guerra perdida para la nación.
De ahí que la iniciativa de un grupo perredista en la Asamblea Legislativa del Distrito Federal para despenalizar y regular el consumo de la mariguana como principio de plan piloto de lo que puede ser una alternativa de salida al círculo vicioso tiene que ser vista con sumo interés y cuidado. La objeción inmediata del jefe de Gobierno, Marcelo Ebrad, frente a dicha opción es también del todo respetable y ello nos obliga a repensarla varias veces.
La semana pasada, la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal celebró un espléndido simpósium en el que procuradores y especialistas de algunas de las grandes ciudades del mundo se reunieron para compartir experiencias y plantear soluciones a los problemas de seguridad pública y eficiencia en la procuración de justicia.
En dicho foro, el gran garantista italiano Luigi Ferrajoli planteó ya la necesidad de despenalizar el consumo de drogas porque, simple y sencillamente, sostenerlo es promover su multiplicación en tanto el mercado negro es la fuente de las riquezas que debilitan la autoridad del Estado y trastocan la vida económica y la convivencia social.
Otro de los grandes criminólogos de nuestros tiempos, Eugenio Zaffaroni, descubre que los poderes políticos con frecuencia crean sus propios fetiches penales para descargar sobre ellos toda la animosidad de la sociedad, a fin de propiciar una mayor dependencia de la fuerza del Estado contra “los enemigos”, ocultando así la frecuente impunidad con la que se preserva a los autores de la degradación y corrupción política, que se tornan indispensables ante una nación acosada por criminales que no siempre son “espontáneos”, sino creados para siniestros fines políticos.
Es en esta tesitura que, definido el valor jurídico a preservar, que no es otro que librar a la niñez y juventud de la amenaza de la autodestrucción que conlleva la adicción a las drogas, el reto es entonces lograrlo sin permitir que ello sirva para que los poderes formales y fácticos que lucran con el drama, en vez de debilitarse, se consoliden perturbando y sometiendo a la sociedad con el derecho penal del enemigo que, en realidad, enmascara perversiones antidemocráticas en el ejercicio del gobierno.
La impresionante cantidad de recursos económicos hoy desperdiciados en el supuesto combate deben dirigirse a propiciar empleo, esparcimiento sano, cultura y educación que demandan los jóvenes para desactivar las inclinaciones perniciosas que están en la causa del fenómeno. Tratarlo como un problema esencial de justicia social para garantizar oportunidades a las nuevas generaciones es el reto. Bienvenido el debate.
Profesor en la Facultad de Derecho de la UNAM
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