Adolfo Sánchez Rebolledo
¿A qué le llamarán crisis nuestros gobernantes y “líderes de opinión” que pueblan las pantallas? La verdad no los entiendo. Es un hecho que sobre el país han caído varias desgracias simultáneas a modo de las bíblicas siete plagas, pero la bolsa de optimismo con que la administración actual tapa los designios amargos de la realidad sigue intacta.
El presidente fue a la ONU a hablar de terrorismo al tiempo que se derrumbaba Wall Street, pero ni por un momento se le ocurrió unir ambos extremos en un intento dialéctico de comprender mejor los límites de las dificultades nacionales. Para él no hay crisis. Las turbulencias son parte de la normalidad. Desde la perspectiva del voluntarismo dominante no hay imposibles. El don de la palabra, la fe en los medios y la prueba suprema de las encuestas bastan para superar todos los obstáculos, así prevalezca la inmadurez o la franca mediocridad de los nuevos conductores. Basta con declararle la guerra al narcotráfico o decretar el fin de la pobreza o la normalidad de la democracia, para que las cosas ocurran.
La vida real, por desgracia, es muy otra y en ella los afeites verbales sólo exaltan los feos defectos de las cosas. Por ejemplo: el deseo de cambiar “desde arriba” la educación, cuyo desastre es inocultable, no puede evadir con retórica años de prácticas de abusos y verticalismo. Si los fines de la llamada Alianza por la Educación fueran correctos, ¿por qué negarse a instrumentarlos con los maestros y no contra ellos, a discutir sus ventajas sin imposiciones sindicales, a verificar las condiciones regionales, a reconocer la diversidad y eliminar las excrecencias heredadas por medio siglo de corrupción? ¿Por qué el gobierno se pliega a la camarilla de la maestra, declinando sus propias responsabilidades en materia educativa?
Según se ve, los panistas también creen que el fin justifica los medios. ¿Para qué gastar tiempo y dinero en consultas distractoras si un buen acuerdo cupular es lo más eficiente y productivo? Pero, ¡oh sorpresa!, la sociedad quiere cambiar la educación, la salud, la economía, la cultura, la seguridad pública, aunque no está dispuesta a aceptar que todos los métodos son iguales: ahora exige una clara correspondencia entre medios y fines, de modo que prevalezca la transparencia y en los grandes temas se escuchen todas las voces. Lograrlo, naturalmente, requiere cambios democráticos que la autoridad no tiene en su agenda.
Las inconsistencias del gobierno, por llamarlas de algún modo, parten de un supuesto que falsea su labor: la creencia errónea de que la pírrica victoria del 2006, otorgada (sin multas de por medio) por el Tribunal Electoral, concede al Ejecutivo la posibilidad de actuar sin escuchar a quienes disienten o incluso consideran nula su legitimidad, como si hubieran dejado de ser ciudadanos. La democracia, dicen, está hecha y no hay que andar buscándole cinco pies al gato. Prefieren no escuchar. En parte, la impotencia gubernamental para actuar en la coyuntura depende de esta oxidada interpretación de la legalidad y el “estado de derecho”. La mayoría manda, así se construya con base en componendas minoritarias entre grupos de interés o de escandalosas manipulaciones de la “opinión publica”.
Veamos, por ejemplo, el caso de la reforma mal llamada energética. Se dirá lo que se quiera respecto a López Obrador y los suyos, pero lo cierto es que sin sus tempranas voces de alarma, sabríamos menos del asunto y, quizá, ya se hubieran aprobado cambios de los que difícilmente podríamos sentirnos orgullosos. Parece una exageración, pero hoy tenemos una conciencia más equilibrada y profunda sobre este tema de importancia nacional. Sin embargo, el único que no ha cambiado un ápice es el gobierno, cuya insistencia en la reforma se ha tornado cada vez más patética, pues en aras de no fracasar en la aprobación de (casi) cualquier iniciativa que respalde el neocontratismo privatizador, desprecia los gestos de acercamiento que eventualmente podrían decantar mayores conflictos potenciales y desestima con cajas destempladas el ofrecimiento de trabajar aquí y ahora en un plan de salvamento de Pemex que blinde a la economía nacional de las inevitables influencias negativas globales. Sin visión de Estado, quieren su reformita. Es la panacea imaginada, el remedio universal para todos los males, aunque deje en suspenso el futuro nacional.
En lo inmediato, el gobierno quiere salvar el principio de autoridad presidencial, los compromisos previamente establecidos. Y a esa defensa de la modernidad neoliberal (ahora en crisis) se suma el trust bipartidista local, la ambición de los grupos de interés (gobernadores hambrientos de un trozo de renta); la voracidad de los intermediarios que fungen como “empresarios nacionales” y, sobre todo, la sumisión ideológica de los cuadros de elite formados para identificar las libertades democráticas con el mercado.
Hoy es 2 de octubre. México ha cambiado. No todo ni tanto como hubiera sido deseable en 40 años. ¿Valió la pena? Claro que sí. Y hay razones suficientes para mirar el camino con orgullo, aunque no quepa la autocomplacencia. Ganamos batallas muy importantes en términos de las libertades democráticas, pero la democracia realmente existente cojea o hace agua por varios flancos. La sociedad es tan desigual como antes, aunque de otra manera. Seguimos sin aceptar a fondo la diversidad. Y la “cuestión social” se relega al segundo plano de la gobernabilidad económica. Las elites quieren la modernidad sobre el volcán de las carencias de la mayoría, sin un verdadero proyecto nacional. Por eso, imaginariamente, cada día la autoridad responde a la ciudadanía con un letrero semejante al que sus dueños ponen en las misceláneas. “Hoy no se fía, mañana sí”.
P. D. Al otorgar por unanimidad la medalla Belisario Domínguez a Miguel Angel Granados Chapa el Senado se honra a sí mismo y nos enorgullece a todos.
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