Adolfo Sánchez Rebolledo
Las variadas declaraciones del presidente Calderón en Sudamérica constituyen un ejemplo notable de las ambigüedades de la actual política exterior mexicana. Por comparación con la de su antecesor, ésta parece más comprometida con América Latina, pero no hay una línea clara respecto a cuál será su posición hacia Estados Unidos, cuestión clave, si las hay, para el presente y el futuro. Todo está fijo en Obama. Da la impresión de que, no obstante la retórica al uso, el gobierno sigue viéndose como el socio privilegiado de la gran potencia, peligrosa distorsión ideológica que ya ha pasado costosas facturas a nuestras elites gobernantes.
La política reactiva, la ausencia de iniciativas y un planteamiento estratégico propio, capaz de reubicar a México en la crisis y con vistas al futuro de la globalización, se dejan sentir también en las relaciones con el Sur.
No es un secreto que Fox dilapidó el último reducto del prestigio nacional (sobreviviente al “error de diciembre” y sus secuelas “integracionistas”) al convertirse en el portavoz voluntario de la línea más “neoliberal” defendida por y desde los grandes centros financieros y de poder estadunidenses.
No sólo hizo el elogio consabido de la libertad de empresa como supremo mandamiento universal, sino que se peleó con todos los gobiernos que de un modo u otro resistían las políticas diseñadas por el Fondo Monetario Internacional y otras agencias para ordenar la economía mundial. Sin formación intelectual o política suficiente, el presidente de la alternancia quiso convertirse en el referente ideológico del nuevo orden imperial en Latinoamérica. E hizo el ridículo.
Resultado: el respeto hacia las posiciones internacionales mexicanas cayó a plomo en la América entera, incluido el propio Estados Unidos, a tal punto que, de grado o por fuerza, la actual administración se propuso darle la vuelta a la página y desandar el camino foxista. Mejoraron las relaciones con Cuba, Ecuador, Argentina. Con Bolivia y Venezuela la cancillería mantiene una línea prudente, lo cual es saludable, si bien jamás hubo algo semejante a una autocrítica.
“Luego de varios años de una política internacional recostada casi exclusivamente en el vínculo con Estados Unidos, Calderón refrendó la vocación latinoamericanista de México”, anota un diario argentino con notoria discreción.
“La integración de nuestra América Latina es la mejor manera de encarar la crisis mundial y todos los desafíos”, afirma hoy, sin mediaciones, el presidente mexicano, quien, arrebatado por una “inesperada locuacidad”, no dejó en el tintero las obsesiones panistas de siempre: “La verdad es que la política de expropiaciones, los golpes sobre la mesa o medidas que pueden considerarse arbitrarias o realmente generadoras de incertidumbre sobre derechos de personas o empresas son medidas que lo único que contribuyen es a generar o exacerbar ese pánico o esa incertidumbre, (y) tampoco doy nombres”, advirtió.
Cuesta reconocerlo, pero México ya no es ejemplo para los demás. Su economía no crece, a pesar de los altos ingresos petroleros, y a las desigualdades reconocibles se suma hoy la tragedia social del narcotráfico arropada por la corrupción y la impunidad.
En esas circunstancias, la pretensión de renovar el “liderazgo” en la región sin cuestionar el “orden” actual parece misión imposible. Menos cuando a los ingentes problemas de hoy se responde con la defensa a ultranza del libre comercio y el mantra antiproteccionista. Pero eso es lo que hay, pues Calderón no imagina ninguna fórmula mejor o, tal vez, más compleja que no sea la evocación de los principios consagrados. Más allá de la retórica, la verdad es que la única esperanza real para afrontar la crisis está depositada en la improbable –a corto plazo– reanimación de la economía estadunidense.
Por eso, tal vez, un presidente “inusualmente desenvuelto” (según un reportero presente) prefirió la gloria de la improvisación al decir ante la mismísima Cepal que la discusión no debía entramparse en los paradigmas de Friedman o de Keynes, ya que siendo la economía “una cuestión de credibilidad, sugirió recurrir a las ‘luminarias’ de la talla del padre del sicoanálisis: Freud” (Reforma, 22/11/08).
Naturalmente, en Latinoamérica nadie cree que la recesión mundial se resuelva en el diván y sí en la reforma profunda de las instituciones globales, lo cual implica algo más que buenas e ingeniosas palabras.
La presidenta argentina, efusiva y amable con Calderón, no dejó pasar la oportunidad para ir más allá del protocolo al requerir la suma de “esfuerzos, recursos y neuronas” para ofrecer una alternativa “unificada” de los países emergentes. Y vaya que le costó trabajo al presidente mexicano asentir. Finalmente, según la reseña del diario Página 12, “luego de la enésima crítica de la presidenta a los organismos internacionales, Calderón la acompañó. Esas entidades fueron diseñadas para otros tiempos y otros tipos de crisis”, sostuvo.
En vez de pensar en una política capaz de superar los límites objetivos impuestos por nuestra integración al mercado del norte, aprovechando el cambio inevitable en las reglas del juego global, la presidencia titubea entre la ortodoxia y un pragmatismo convertido en retórica. Mientras, la crisis avanza y el optimismo se apaga.
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