Carlos Montemayor
La violencia de Estado contra manifestaciones populares por medio de grupos de choque no es reciente, por supuesto. He mencionado en entregas anteriores varios casos de distintas épocas. Por lo singular de la reacción espontánea de sus contingentes, me referiré hoy al desfile obrero del primero de mayo de 1952. En el último año de gobierno del presidente Miguel Alemán, la represión a este desfile ocurrió pocos meses antes de otra masacre, la efectuada contra los partidarios del general Miguel Henríquez Guzmán. He descrito ampliamente ambos sucesos en mi novela Los informes secretos. La información sobre el desfile de 1952 proviene del doctor Mario Rivera Ortiz, testigo y participante de esa marcha, con quien grabé varias conversaciones durante 1997. Su relato es muy ilustrativo:
“… en la calle Ángela Peralta, en el costado poniente del Palacio de Bellas Artes, nos concentramos los contingentes del Partido Comunista y del Obrero Campesino que integraríamos una columna independiente. Hacia las nueve y media de la mañana un compañero y yo nos dirigimos al local del partido para recoger las banderas rojinegras que se habían olvidado. Ahí nos dijeron que la columna acababa de ser atacada a balazos. Cuando regresé a Bellas Artes las ambulancias se habían llevado a los heridos, pero aún vi charcos de sangre fresca sobre el pavimento. Nuestra gente había comenzado a avanzar hacia la avenida Juárez. A la cabeza iban los miembros de la dirección y compañeros como Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros o el doctor Carlos Noble. Del Palacio de Bellas Artes salió un coronel, Aniceto López Salazar, que jefaturaba a unos 50 hombres armados, una fuerza de choque llamada camisas doradas. Se lanzaron desde las pérgolas de la Alameda contra nuestra columna, formada por obreros y estudiantes. Trataron de golpear, de arrebatar y romper carteles, pistola en mano, pero fueron rechazados. Entonces comenzaron a disparar contra la multitud. Entre los policías que disparaban se hallaban Alfredo Portes Tagle, teniente de las guardias presidenciales, y Moisés Gutiérrez Galindo, que vestía uniforme de coronel del Ejército. Fueron descargas cerradas. Cayeron mortalmente heridos varios compañeros; a uno de ellos, Luis Morales Jiménez, le dispararon a bocajarro en el estómago y así lo mataron. Todos corrieron a ponerse a salvo detrás de los árboles, postes, automóviles, estatuas o lo que encontraran a su paso. La calle de Ángela Peralta quedó desierta, con los heridos sobre el pavimento y los médicos comunistas tratando de auxiliarlos. De súbito la gente volvió sobre sus pasos, de todas partes salieron hombres y mujeres armados de piedras y palos. Era tan amenazante esa ola humana que los camisas doradas corrieron a refugiarse de nuevo en el Palacio de Bellas Artes, ahora entrando por la avenida Hidalgo, en la parte norte del edificio. En las ventanas superiores veíamos a algunos pistoleros, en guardia, como si ocuparan su fortaleza.”
Una constante en la violencia de Estado en México ha sido la intervención de elementos del Ejército en comandos de choque y en tareas policiales. La participación indiscriminada de miembros del Ejército fue notable en esta fuerza llamada camisas doradas. También ocurrió así en el Batallón Olimpia en octubre de 1968 en Tlatelolco y en el Jueves de Corpus de 1971. Desde la conformación de la Policía Federal Preventiva (PFP), en 1998, ha sido difícil distinguir los contingentes provenientes sólo de corporaciones policiacas y los que vienen del Ejército. Las condiciones institucionales prevalecientes en el México de 1952 favorecían la poca “discreción” en las actuaciones de miembros del Ejército en funciones policiacas y en grupos de choque.
En el desfile del primero de mayo que nos ocupa, la reacción defensiva y de confrontación de los marchistas selectivamente agredidos y masacrados (esto es, los grupos de choque atacaron específicamente a los “comunistas”) se extendió a marchistas ajenos al Partido Comunista. La descripción de Mario Rivera Ortiz continúa así:
“Por la avenida Juárez pasaban los marchistas rumbo al Zócalo, pero muchos obreros se desprendían al enterarse. Miles de manifestantes asediaron en minutos el Palacio de Bellas Artes. Algunos alzaron en vilo un automóvil y con él empezaron a golpear la gran puerta del costado norte. Gerardo Unzueta y Carlos Sánchez Cárdenas pedían a la multitud que desistiera de su intento de forzar la puerta; un oficial del Ejército recomendaba calma y aseguraba que vendría la policía a aprehender a los agresores; Unzueta, con su cámara fotográfica al hombro, gritaba que tenía en su poder las fotografías que probaban el crimen de esos canallas. La gente no hizo caso y siguió golpeando la puerta hasta que se abrió de par en par y capturaron al hombre que se había quedado en esa entrada, el agente policiaco y dorado Carlos Salazar Puebla. La metralleta que traía le brincaba como un gato asustado entre sus brazos y fácilmente le fue arrebatada. Lo llevaron a empellones a los prados de la Alameda, ensangrentado. Alguien alzó una reata y un alarido se escuchó: ‘¡a col-gar-lo, a col-gar-lo!’ David Alfaro Siqueiros y Diego Rivera impidieron el linchamiento; luego la muchedumbre lo arrastró por las calles hasta el palco presidencial: ‘¡Aquí está tu asesino, cabrón!’, le gritaron en su cara al presidente de la República, que miraba atónito aquella escena.”
Los cálculos previos políticos y policiales de la aplicación de la fuerza de choque a los marchistas comunistas habían resultado inexactos en cuanto a la reacción de la propia columna agredida y a la incorporación espontánea de marchistas de otros contingentes obreros. Por ello fueron rebasados como fuerza de contención y disuasión y necesitaron de contingentes de repuesto. Un nutrido grupo de granaderos acudió en auxilio de los camisas doradas. Aunque un oficial del Ejército aseguraba que el contingente de la policía aprehendería a los “culpables” del comando agresor, no fue así. El relato de Mario Rivera continúa de esta manera:
“En el costado norte del Palacio de Bellas Artes, entre tanto, cientos de granaderos, en tropel, bajaron de sus camiones y, en vez de dirigirse adonde la gente les decía que estaban el renco y sus pistoleros, distribuyeron macanazos a su paso contra quienes clamaban justicia. Se desplegaron en cordones para disolver la concentración humana que se había formado en los alrededores del edificio; los policías judiciales actuaban en pequeños grupos, encabezados nada menos que por el teniente coronel José Astorga y también por Nazario Hernández Hernández, comandante del Servicio Secreto. Trataban de identificar y aprehender a los jefes reales o supuestos de la protesta. La dirección nacional del partido había ordenado que todos nos retiráramos. Yo caminé hacia el poniente buscando a los miembros de la Comisión Nacional de la Juventud Comunista. Encontré a cuatro; hicimos una rápida evaluación de la situación y por unanimidad decidimos organizar y orientar la respuesta de masas que seguía desarrollándose frente a nosotros. Se trataba de una de las pocas ocasiones en que miles de obreros de carne y hueso brindaban a los comunistas, de manera independiente y enérgica, su apoyo. Ahí estaban los obreros que tanto habíamos buscado en vano en los barrios proletarios y en las puertas de las fábricas. Ahí estaban los trabajadores reales protestando por su propia iniciativa. Acordamos formar columnas y marchar por varias avenidas simultáneamente. Cada uno de nosotros escogió su sitio y centenares de hombres y mujeres empezaron a organizarse con nosotros; en columnas avanzaron por las calles de Donceles, Madero y Cinco de Mayo, rompiendo los cordones de granaderos y dejando una estela de autos ruedas arriba.”
El “éxito” del operativo militar y policial en la represión y la masacre fue finalmente reconocible por varios rangos de “resultados”: las aprehensiones indiscriminadas y la consignación y resolución judicial expedita y arbitraria de varios comunistas. A Mario Rivera lo arrestaron ese mismo día.
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