Marcos Roitman Rosenmann
Mientras sus pensamientos envuelven los pasos sobre los que ya no podrán volver, se desplazan. Otras se quedan; también hay quienes optan por una solución drástica. Mientras tengan la capacidad de ejercer sus derechos ante las violaciones del enemigo, el acto de amor es evitar sufrimiento. Se han apoderado de su territorio, no de su dignidad. Optan por el aborto. Es la respuesta a una infamia.
Durante años los paramilitares, los terratenientes y el gobierno se comprometen con el exterminio de los pueblos indígenas. El ejército entra sin contemplación alguna. Arrasa poblaciones enteras de campesinos mayas. Los descuartiza. Algunos soldados juegan al futbol con la cabeza de sus víctimas. Otros prefieren el canibalismo. También empalar no es mala opción, supone un ejemplo de machismo a la tropa. Mientras tanto, las ONG de ayuda al desarrollo buscan dinero en Europa para construir puentes y carreteras en medio de la selva. Es la forma de llevar la “civilización”. Senderos de gravilla para mantener comunicadas las aldeas. Sin mala intención podrán obtener recursos y pasar algunos años de su juventud en un país “exótico”. Es la otra cara de la moneda. Desconocen los usos que darán las autoridades a sus proyectos. Han hecho el trabajo sucio a las fuerzas armadas. El genocidio puede comenzar gracias a la buena voluntad de las ONG. Son los efectos no deseados de la acción. Los daños colaterales. Jeeps fabricados en Estados Unidos, financiados con la ayuda al desarrollo, entrarán semanas más tarde a los poblados antes casi inaccesibles sin muchos contratiempos. En pocos minutos nadie queda vivo.
De esta guisa fueron exterminados en Guatemala, según consta en las conclusiones de la Comisión de Esclarecimiento Histórico de Naciones Unidas, a manos del ejército, 180 mil civiles. La mayoría campesinos indígenas de cuatro regiones pobladas por cinco grupos étnicos, mayas-q’anjob’al, maya cluj, maya ixil, maya-kiche’ y maya-achi’. El informe fue demoledor y se definió su actuación como genocidio. “Agentes del Estado de Guatemala, en el marco de las operaciones contrainsurgentes, ejecutaron actos de genocidio en contra de los grupos del pueblo maya…” Sin embargo, esta realidad fue conscientemente ocultada. La política del olvido y el pragmatismo se impone.
Los procesos de paz de los años 80 acaban por reducir las matanzas a reflejos de una época de violencia donde las bajas fueron consecuencia de la guerra fría y de la lucha anticomunista. Pero hoy se sigue exterminando a los pueblos mayas. Son miles los desplazados. En la frontera con México se ve transitar a cientos de familias guatemaltecas en campamentos de refugiados que han perdido todos sus bienes. Están olvidados, tienen miedo y no regresan. Su futuro es arrebatado por las multinacionales agroalimentarias. Sobreviven en medio de la indigencia. Los pueblos indios llevan en esta situación desde la conquista. No es necesario incidir en el colonialismo interno, tan bien expuesto por Pablo González Casanova y Rodolfo Stavenhagen. En dicha realidad, la sociedad blancomestiza se siente cómoda explotando y dominando. Es el exterminio de una cultura.
El etnocidio como la solución final les evitará una guerra interna, como en Chiapas o el sur de Chile con los mapuches, donde se mandan el ejército y las fuerzas armadas aplicando la ley antiterrorista de 1984, es decir, creada durante la dictadura de Pinochet. En la cárcel más de 200 mapuches acusados por dicha ley. Una realidad que se generaliza a todo el continente. En la mayoría de los países latinoamericanos los pueblos indios sufren las consecuencias de un poder político racista, fundado en teorías de la superioridad étnico-racial del siglo XVI.
La conquista trazó sus límites y puso sobre la mesa la cosmovisión del colonizador, más adelante mutado en criollo, transformado en oligarca en el siglo XIX y reconvertido en neoliberal por obra del proceso de trasnacionalización del capital. De gustos toscos y comportamientos impropios de cristianos viejos, se convirtieron de porqueros en hacendados, luego en grandes mineros, financistas e industriales, y hoy travestidos en gerentes de la Monsanto, Endesa, Telefónica, Iberdrola o Repsol. Herederos de los Alvarado, Coronado, Pizarro, Valdivia, Alvear son los actuales forjadores de las dinastías de los conquistadores. No han variado un ápice sus mentalidades primitivas. Así se explican las matanzas y el odio profundo contra los pueblos indios. Mapuches, mayas, chibchas, yanomamis, guaranís, quichuas o aymaras. No de otra manera se comprende que emerja en Chiapas una rabia en forma de resistencia y se organice traspasando fronteras. Que su presencia se extienda y que amerite un debate. Esa defensa frente a la explotación, la muerte, la tortura y la codicia. No hay épica en la resistencia, hay perseverancia, y un nuevo modo de construir el futuro. Es la otra historia, la de la digna rabia, aquella que abre caminos y se presenta de manera irreverente, sin pedir permiso a las clases dominantes, a sus partidos, a sus intelectuales y, sobre todo, a sus aliados de la izquierda neoliberal.
Hoy, más que nunca, es obligado escuchar la voz de quienes en su resistencia incorporan nuevas formas de actuar y pensar desde los principios de la dignidad, la justicia, la democracia, sin renuncia a su identidad. Única manera de construir un proyecto donde la soberanía y la independencia se reúnen en la lucha contra la explotación capitalista.
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