Editorial
La recién concluida era de George W. Bush ha significado para Estados Unidos y para el mundo una profunda catástrofe en los terrenos político, económico, diplomático, social, legal y moral. En el ámbito interno, los saldos de esta devastación se expresan en la actual crisis financiera –consecuencia del desastroso y corrupto manejo de la economía por la administración saliente– y en el avance de aberraciones legales violatorias de los derechos humanos y las libertades ciudadanas, como la denominada Ley Patriótica, impulsada por Bush a instancias del ex titular del Departamento de Justicia, Albert Gonzales, que legaliza, entre otras cosas, el espionaje telefónico, la apertura clandestina de correspondencia, la intercepción de correo electrónico y la sustracción secreta de documentos personales sin que se requiera orden judicial.
Por añadidura, durante los dos periodos de gobierno de Bush la comunidad internacional presenció un auge del unilateralismo, el injerencismo y la arbitrariedad en la nación más poderosa del mundo, y el consecuente colapso de la paz, la seguridad y la legalidad internacionales. Baste mencionar, como ejemplos célebres de esta destrucción, las atrocidades perpetradas en Abu Ghraib, en Guantánamo y otros centros de detención de las fuerzas armadas estadunidenses; la institucionalización, en el marco de la “guerra contra el terrorismo”, de la tortura aplicada a quienes fueran considerados, en forma discrecional, “combatientes enemigos”; la creación de una vasta red gubernamental dedicada al secuestro y el traslado aéreo de sospechosos de terrorismo, así como las agresiones militares a Afganistán e Irak y la reciente masacre en Gaza perpetrada por Israel, el principal aliado de Estados Unidos en Medio Oriente, que dejaron en conjunto un saldo de decenas de miles de civiles inocentes muertos y pérdidas materiales incalculables.
Ante este escenario, queda de manifiesto la urgencia de una reconstrucción nacional e internacional en todos los órdenes, como afirmó anteayer el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, durante su discurso de investidura; una reconfiguración del papel de Washington en el panorama internacional, basada en la sensibilidad hacia las realidades multilaterales de la actualidad, y una nueva proyección del gobierno estadunidense ante sus propios ciudadanos y ante los habitantes de todo el planeta. En particular, y por lo que hace a los ámbitos legal y ético, es ineludible que, como señaló ayer el secretario general de la Organización de Naciones Unidas, Ban Ki Moon, en referencia a la reciente masacre cometida por Tel Aviv en Gaza, se esclarezcan los crímenes cometidos por fuerzas militares regulares en las regiones mencionadas y se castigue a los responsables.
En esta perspectiva, es sin duda alentador que una de las primeras acciones oficiales del nuevo mandatario estadunidense haya sido la suspensión de los procesos judiciales en la prisión de Guantánamo, en consecuencia con el propósito –manifestado por el propio Obama en reiteradas ocasiones– de cerrar ese campo de concentración. Tal medida, sin embargo, no resultará suficiente; debe recordarse que en ése y otros enclaves estadunidenses, como Abu Ghraib, se cometieron documentados crímenes de lesa humanidad que permanecen impunes y que deben ser investigados y sancionados.
Es necesario que el nuevo gobierno de Estados Unidos comience a resarcir, a la brevedad, el cúmulo de agravios cometidos por la administración Bush en contra de los ciudadanos de ese país, los habitantes de los territorios ocupados por su maquinaria bélica y la humanidad en su conjunto. Si no se procede de esa forma, la reconstrucción propuesta por Obama sería, en lo moral, un ejercicio de simulación, y la honestidad y la veracidad del nuevo mandatario quedarían en entredicho en forma prematura.
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