Jorge Lara Rivera
Desde el siglo XVI sabemos que nada está más lejos del espíritu de las leyes (Carlos de Secondant, barón de Montesquieu) que ser convertidas en instrumentos de opresión ni de perpetuación de la injusticia, por más que una perversa funcionalidad legislativa y procesos amañados seguidos ante tribunales de consigna hayan derivado muchas veces en eso a través de la Historia, tal y como Karl Marx denunciara, dejando ver su uso como medio de control del malestar social destinado al mantenimiento del status quo de dominio de ciertas clases.
No obstante, resulta evidente, dado el carácter perfectible de la ley, que ningún pueblo se ha dado concientemente normas pensadas para tan abyecto fin. En eso radica la esperanza de la gente.
La famosa "reforma estructural" en el ámbito penal y de procuración de justicia podrán enmascararse en nuestro país bajo la apariencia de la eficacia en el combate integral de la delincuencia organizada, haciéndose percibir necesarias ante los retos que éste plantea -como propala Eduardo Medina Mora, procurador general de la República y personero del titular del Ejecutivo-, pero no ha de perderse de vista el costo que significa en términos de reducción de la esfera de libertades, atentatoria a las garantías individuales y contra los derechos universales del hombre y del ciudadano.
Ello, especialmente siendo el caso concreto tratarse de una manera de encubrir la corrupción e incompetencia de los mandos para hacer cumplir las leyes y reglamentos existentes en la materia.
Es tal disminución y ese tufo oportunista lo preocupante, al comprobar que tras el apresuramiento reformista se corre el peligro de desvirtuar el ánimo de nuestra legislación, transformando a México en un país policíaco de corte fascista.
No otra cosa se desprende de la busca del régimen por anular garantías consagradas por las naciones democráticas, como la inviolabilidad del domicilio. Así lo revela la naturalización de ese engendro que es en los hechos una condena anticipada, vía la privación de la libertad a través del arraigo en casas de seguridad -prisiones no autorizadas que escapan a la supervisión pública de sus estándares- sin que la autoridad haya integrado el expediente de la causa; la legitimación del apresuramiento y arbitrariedad en el obsequio de órdenes de aprehensión en plazos perentorios, que aumentan desmedidamente la autoridad burocrática, la aceptación del regreso de la figura superada del verdugo mediante los tribunales presididos por jueces sin rostro y la indefensión ciudadana debida a la secrecía de los expedientes ¡del Ministerio Público! lo cual repercute no sólo en la inefectividad de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, sino en la presunción misma materia de amparo.
Con tales antecedentes, la inquietud civil no hace sino aumentar ante las alambicadas deliberaciones del pleno de la Suprema Corte en relación con aristas sobre el empleo de la fuerza por el Estado -como en los casos de San Salvador Atenco y Texcoco- y establecer parámetros y márgenes para su uso.
Visto que aquélla no se caracteriza por ser equitativa ni lógica y lo demuestran las asimetrías de trato que dispensa a los transgresores oligárquicos frente a las que propina a ciudadanos de poca fortuna económica, no puede uno sino maliciar que es una demasiado desafortunada coincidencia ese examen sobre el uso de la fuerza en momentos en que se acota más y más a las libertades y se crispa la atmósfera social.
En buen romance: se busca autorizar y hacer legítima ex post facto la violencia institucional sin que constituya abuso, especialmente en las circunstancias actuales que son propicias a la expresión del malestar ciudadano, mediante protestas, marchas, plantones y desobediencia civil.
La diligente movilización del régimen para cuidar, al exterior, su maquillaje democrático encargada al Secretario de Gobernación, Fernando Francisco Gómez Mont Urueta, al comparecer en Suiza, ante la Comisión Internacional de los Derechos Humanos y libertades ciudadanas, no hace sino reforzar la inquietud.
Dice verdad el Secretario cuando afirma: "Los mexicanos quieren paz y tranquilidad pero no a costa de abusos, paz y tranquilidad pero no a costa de vulnerar las libertades humanas" y cabría añadir, no a costa de la destrucción y el desmantelamiento de sus instituciones de seguridad social y sus derechos sociales.
Así, el postergamiento de las prioridades sociales en aras de un orden arbitrario de indicadores macroeconómicos evidencia un doble discurso.
Se puede hablar mucho de respeto y fomento de los derechos humanos, pero es la práctica lo que cuenta, y en México la insensibilidad del gobierno ante las necesidades de los grupos vulnerables, los cuales forman la inmensa mayoría del pueblo al que tiene encomienda de proteger, constituye la más flagrante violación de ésos.
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