Carlos Fazio
México vive una profunda crisis general: económica, financiera, política, cultural, de seguridad. Lo extraordinario tiende a convertirse en ordinario. La política económica de Felipe Calderón, continuadora de los cuatro anteriores gobiernos neoliberales, ha conducido al país al caos y la miseria. Como nunca, por encima de partidos, clases y estamentos, esa política es rechazada por la mayoría de la población.
¿Adónde va el desgobierno de Calderón? El engaño marcha acompañado de la torpeza. No fue sólo el engaño con fines electorales en 2006. Fue también un engaño para reincidir, sin imaginación y sin grandeza, en el error. Y para acentuarlo, con el consiguiente efecto acumulativo del mal. El gobierno tiene la responsabilidad de gobernar; pero gobernar no se reduce a ocupar puestos de mando, tampoco es acallar ni reprimir. Menos militarizar el país con la excusa de pacificarlo. Nunca las medidas de emergencia fueron solución para las crisis. No lo será tampoco la iniciativa de reforma a la Ley de Seguridad Nacional presentada al Senado por Felipe Calderón. De golpe o gradualmente, la fuerza trae la fuerza; es su ínsita lógica avasalladora. Cuando un gobierno cree o simula creer que el disgusto generalizado es obra de agitadores profesionales a los que identifica como peligros para México, o cuando potencia la criminalidad y la violencia para justificar la fuerza desmedida del Ejército, en un afán por encubrir su propia debilidad e ilegitimidad cae, de manera indeludible, en una sucesión de paroxismos. Calderón confunde energía con amenazas y palos de ciego.
¿Hasta qué extremos será llevada la militarización del país? ¿La legalización de la práctica anticonstitucional de encargar la seguridad pública a las fuerzas armadas, impondrá de facto un estado de excepción que, a la postre, se convertirá en permanente? ¿En verdad se justifica la suspensión de garantías básicas como la libertad de asociación, de expresión y libre tránsito, así como la arrogación de poderes discrecionales por el Ejecutivo, con el fin de asegurar la seguridad y la paz nacionales? ¿No hay nadie en el entorno cercano de Calderón que le exija un mínimo, nada más que un mínimo, de lucidez? ¿La necesaria para cambiar el rumbo, antes de que la maquinaria que ha puesto en marcha lo haga su prisionero y lo triture? ¿Antes de que el país se vea afrontado a la desesperación o la servidumbre?
Dictadura, dice el diccionario, es el gobierno que, invocando el interés público, se ejerce fuera de las leyes constitucionales del país. Los diccionarios no marchan siempre de par con la semántica. Las técnicas se afinan y los hechos no se compadecen con las palabras. El arte de gobernar no es el arte del boxeo. Ni siquiera en tiempos de pánico y sensacionalismo mediático inducidos por una influenza humana benigna como cortina diversionista fraudulenta. Existen ya signos ominosos. Un documento de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos exhibe la recurrencia de la tortura como método de interrogatorio, aplicada por militares en el contexto de la guerra contra las drogas de Calderón. A lo que se agrega el anuncio formulado por el secretario técnico del Consejo de Seguridad Nacional, Monte Alejandro Rubido, de que el Ejército seguirá en las calles hasta 2013.
El régimen de Calderón pretende ocultar su total incapacidad tras la fuerza. Es la lógica interna del actual modelo de dominación clasista. Pero quienes gobiernan y disponen de la fuerza están más obligados que los gobernados a dominar el impulso de recurrir a la violencia. Resulta fastidioso tener que recordar verdades tan simples: que la violencia engendra más violencia. Y no hay que ser adivino: detrás de la militarización de algunos vendrá la de los demás. A propósito, cabe recordar una vez más el viejo apotegma de que las bayonetas sirven para todo menos para sentarse sobre ellas. Conviene agregar que las bayonetas tampoco sirven para obligar a hacer lo que no se quiere hacer. La fuerza militar no impedirá la resistencia. Y lo que es peor: la fuerza impotente y burlada puede enloquecer. Ser cada vez más fuerza desvalida y hundirse en la violencia. Esa historia ya la conocemos. Incluidos los prestamos del Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Interamericano de Desarrollo como complemento de una militarización made in USA, que llega ahora en clave de ASPAN e Iniciativa Mérida, santiguada por el bueno de Barack Obama.
No habrá pacificación mientras la crisis continúe. De manera transitoria, el garrote podrá imponer la paz. Pero será la paz de los cementerios y de las cárceles, a la postre foco inagotable de estallidos. Es verdad, sí, que la iniciativa calderonista en materia de seguridad nacional abona el camino hacia el golpismo. Por decisión propia, Calderón se ha adentrado en un tembladeral y la alternativa es inequívoca: o la violencia o el diálogo nacional. Pero el régimen no ha manifestado ninguna voluntad para dialogar o enmendar el rumbo. El inquilino de Los Pinos se considera el dueño absoluto de la fuerza y de la verdad. De a ratos practica un maniqueísmo inquisitorial. Con él está todo el país sano y quienes no están con él están contra él y son los agentes del caos y la anarquía. El gobierno quiere mandar, imponer, someter; para él la pacificación es amansamiento. El Estado soy yo; la ley soy yo; la justicia soy yo.
Después de haber montado la maquinaria, Calderón se considera obligado a echarle más y más combustible. Pero pronto, él y los parlamentarios que se han dejado ganar por la parálisis de la complicidad, descubrirán que el monstruo en marcha se les vendrá encima. ¿Y después? Ninguna noche de San Bartolomé ha logrado erradicar de la faz de la Tierra a esa peste que son o somos los que protestan. Después, los gobernantes de la hora, que marchan a contramano de la historia, comprobarán también que han sido otros tantos aprendices de brujo.
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