Marcos Roitman Rosenmann
Mientras la crisis del capitalismo se profundiza y los futuribles auguran el mantenimiento de las tendencias negativas, la izquierda institucional hace mutis por el foro. O mejor dicho, sigue las pautas del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, y se pliega a sus designios. Nada nuevo bajo el sol. Su posición es coadyuvar a los grandes grupos empresariales a salir fortalecido tras la que consideramos una crisis estructural y orgánica. Parece ser que no hay manera de romper las ataduras de un orden opresor fundado en la explotación del hombre por el hombre.
Entre más doy vueltas a los porqué de tal situación más concluyo en ver las afinidades entre los dirigentes liberales y las expectativas defendidas por la elite dirigente de la izquierda institucional o socialdemócrata, como quiera adjetivársela. Y no me caigo del guindo ahora. Tampoco se trata de haber sido ingenuo y pedirle peras al olmo. Sabía lo que representaban, sólo que no deja de impresionarme su camaleónica capacidad de mutar a la derecha. Sus planteamientos son similares, sólo le separan matices. Quienes se autocalifican como izquierda progresista, responsable y de orden, sientan las bases diferenciales con la derecha en el campo de los sentimientos, las emociones o como hoy sucede con la nueva cocina en las sensaciones y los aromas reconstruidos bajo fórmulas químicas que alteran el valor mismo del acto culinario de la buena mesa. La actual izquierda institucional tiene una cierta sensibilidad hacia los problemas derivados de la desigualdad social, le acongoja ver tanto pobre en la calle. Así, los estudian con un detalle exquisito. Son verdaderos restauradores de la pobreza. Pobres con camisa, sin zapatos, urbanos, rurales, etcétera. La emplatan con mimo y la presentan a la población con una rama de perejil para hacerla atractiva y digerir su existencia. Un producto de consumo. Sus tanques de pensamiento redactan informes sobre su déficit alimentario, sus carencias en materias de salud y educación. Ahora transforman sus debilidades en fortaleza, hay que tender a la cohesión social. Fórmula para evitar que de su existencia nazca el conflicto social. Inventan un lenguaje hacia el pobre, asemejándose a las ONG del desarrollo. Buscan simpatizantes y fondos para sus causas. Pero el discurso es el mismo. Sea consumidor, pague su opípara cena en el restaurante de lujo, con su tarjeta de crédito. Si lo hace, 0.1 por ciento del monto irá destinado a plantar árboles o salvar un niño en África o Asia. Por ahora América Latina pierde puntos en la cotización.
Esta política de sensaciones, propuesta por la izquierda institucional, se vende bien, y se adquiere sin dificultad por sus antiguos enemigos. Es fácil de entender. Donde gobierna la izquierda institucional, Chile, Brasil o Uruguay en América Latina, o España y Gran Bretaña en Europa, hace la vista gorda a la evasión de capitales, exime los pagos a la seguridad social de empresarios y, en definitiva, cede a sus expectativas. Profundiza en la reforma del mercado laboral, baja aún más los salarios y garantiza una mayor flexibilidad en las contrataciones temporales y sobretodo va eliminando todo resquicio a los derechos sindicales. Sus presidentes de gobierno y sus partidos políticos se han transformado en impulsores de la explotación en el marco de la economía de mercado. Son condescendientes con las clases dominantes. Por simple curiosidad sepan que en España los trabajadores declaran en Hacienda 20 por ciento más de ingresos que los empresarios.
Sin embargo, esta izquierda es activa y se mueve como un pez en el agua del liberalismo. A sus otrora adversarios les facilita la destrucción del medio ambiente, la construcción de megaproyectos y les da la opción de matar de hambre a pueblos indígenas y campesinos por la vía del nuevo latifundismo agroindustrial asentado en el uso de transgénicos y las trasnacionales. Pero ellos se consideran responsables. Se han convertido en administradores y funcionarios del Estado. No hay convicciones en sus declaraciones y objetivos. Su principal función asignada por el sistema es evitar la emergencia de un pensamiento crítico. El capitalismo debe crear certezas, confianza y ellos son sus mejores paladines. No hay nada más peligroso que los arrepentidos de cualquier signo y condición.
Si a la derecha fundamenta su poder en las diferencias de clase, unos nacen para mandar y otros para obedecer y ello es gracia divina, la izquierda institucional es un invitado a la mesa del rico. Son damas o señores de compañía, son prescindibles. Lo saben y asumen su papel. Se comportan como hacedores de las políticas imperialistas. Hoy reniegan del contenido explotador del capitalismo, como lo hiciera Fernando Henrique Cardoso en Brasil en los años 90 del siglo pasado, y hoy lo sostiene un Lula imperialista, Tabaré en Uruguay, Bachelet en Chile o Zapatero en España. Según ellos, estaríamos bajo un nuevo orden. La crisis es un problema de ajuste estructural como tantos otros. De ella se saldrá fortalecidos, una vez confirmado el fracaso del socialismo. Ahora se parapetan en una era de la información.
Lo curioso es que tienen miedo. Les aterra la emergencia de una izquierda fundada en los valores emancipatorios, los derechos humanos y ciudadanos. Signos de identidad de la revolución jacobina, más adelante de las revoluciones sociales, antimperialistas y proletarias y hoy necesariamente anticapitalistas.
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