Luis Linares Zapata
El sistema político, económico y social que rige la vida organizada en México, además de su visible decrepitud, es por completo disfuncional y hasta peligroso para la paz colectiva. Cualquier vientecillo en contra puede derribarlo. Las propias tormentas, pasadas y actuales, lo han erosionado a tal grado que su deterioro sólo pasa desapercibido para los incautos o para aquellos que se benefician de él. Quienes lo dirigen, sus elites respectivas, incluidas las religiosas (la jerarquía católica al menos) y varios de sus integrantes culturales, no quieren cejar en su empeño de mantenerlo con respiración artificial, aun a costa de su mayúscula injusticia. El costo de su prolongación pasa íntegro a las capas más desprotegidas de la sociedad, al tiempo que hipoteca el futuro de todos.
Los recientes escándalos generados por un libelo traído de Argentina y los exabruptos de un ex presidente con crisis de conciencia, auxiliados por los intentos de la cúpula priísta por cauterizar sus efectos, causaron rachas huracanadas entre las burocracias partidistas, en interesadas capas de comentaristas de medios electrónicos con sus respectivas audiencias (bastante mermadas también), algunos académicos conscientes y aquellos, más ilustrados, lectores asiduos de diarios escritos. Los segmentos populares y masivos de la población del país, ensartados en la lucha por la sobrevivencia y en medio de la catástrofe económica que se les coagula encima, apenas han podido registrar alguno de sus detalles más grotescos o chuscos. No por eso dejarán, tirios, norteños o mazatecos, de padecer sus consecuencias, muchas veces fraguadas y ejecutadas contra su bienestar. Los favorecidos de siempre retozan alegres en sus yates de cincuenta metros de largo, revolotean las ciudades en sus helicópteros o se reúnen en cenáculos para discernir (sólo a veces) cómo minimizar el escándalo propio o cómo acrecentar el que afecta a los rivales y salir ilesos del sainete.
Más para allá de los avatares difusivos, poco queda si se quiere recomponer el sistema establecido. Éste sigue su ruta inevitable hacia su propia consumación. No hay, en efecto, algún mecanismo, institución o actor principal que, desde su interior, pueda aliviarlo, menos aún introducir los antídotos que este sistema solicita para su correcto desenvolvimiento. Partidos, funcionarios de nivel dorado, empresarios adheridos al usufructo de los haberes públicos, obispos atentos a Roma y sus canonjías, analistas orgánicos a los medios electrónicos, legisladores bien o mal intencionados, jueces comunes, magistrados de birrete y concesionarios radiotelevisivos, elite cómplice al fin, sólo desean una pequeña vuelta de tuerca, la introducción de un paliativo momentáneo o la excusa en forma de justificante de buena conducta, aunque ésta sea aparente, para salir airosos del atolladero momentáneo. Una vez conseguido cierto olvido popular o, al menos, bajos decibeles del vendaval crítico, se volverá –esperan– a la usanza cotidiana de sus lucrativos asuntos. Nadie de los conjurados de arriba saldrá herido, si acaso algunos moretones faciales, menos aún perderán la libertad o quedarán bajo investigación judicial. La impunidad es la mezcla que amalgama al conjunto, casi armónico, de complicidades que rige en las alturas decisorias. El castigo sólo se endereza y dirige hacia los de abajo y hacia las desviaciones grotescas de ciertos criminales que rondan en el entorno. Los pocos, los que, bien perfumados desayunan juntos para intercambiar ideas (si las tienen) y valores (que no los tienen) entendidos; los que comen en lugares refinados para chismear o hacer negocios; los que se invitan a bodas de hijo(a)s para sellar compromisos o vacacionan en recluidos retiros para compartir placeres; esos continuarán, por tiempo inmemorial, departiendo de similar manera. Unos obtendrán más que otros, otros envidiarán más todavía a otros, pero todos –esperan no sin ansias e inquietos desvelos– seguirán gozando de lo mucho que hay para repartirse. Aunque no falta alguno que quiera quedarse con todo.
Pero el avance de la crisis económica no parece obedecer a los designios de continuidad de las elites. Tampoco respeta o hace exclusivo el daño. La caída en picada es cierta y dolorosa, asfixiante, mortal para muchos. No podrá ya valer la insistente excusa de su proveniencia externa para mitigar heridas, preservar imagen o para rebajar las furias. Ésta es una crisis que no pasará simplemente porque la minimicen o ignoren en la televisión o la radio, porque la intente disfrazar el discurso del oficialismo. Esta crisis es la que ocasionó la elite nacional en su desventurada carrera al precipicio. Los resultados ya empiezan a cuantificarse en desempleados, en enfermos, en muertos a causa de un sistema de salud pulverizado por la corrupción, por una política suicida de contención salarial que destruyó gran parte de las redes protectoras (IMSS, ISSSTE y demás) que defendían, un tanto siquiera, la retórica popular del régimen imperante. El vendaval se lo está llevando todo, hasta las apariencias de tranquilidad, ya muy tiroteadas por lo demás. Una salida queda en pie, aunque muy tambaleante: el voto colectivo que apunte hacia el recambio de actores y de visión con aquellos que no tienen ataduras con las elites y ofrezcan, con bases creíbles, una ruta honesta para una construcción equitativa de futuro.
Tal recambio tendrá que buscarse por fuera de lo establecido. Es posible, y deseable, que la energía, la determinación y el empuje para la transformación se encuentren en las entrañas del pueblo. Que incuben entre aquellos segmentos que, o bien no han participado en el diseño actual del modelo ni en su tramposa operación, o han llegado, después de muchos tropiezos, angustias y penosos avatares, a la conciencia de lo necesaria, indispensable, que es su participación decidida, y organizada, para sustituir lo dañado y encontrar nuevos acomodos donde las mayorías quepan y decidan.
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