Por Ricardo Monreal Avila
La guerra contra las drogas emprendida por el gobierno federal ha entrado en una nueva etapa: la lucha contra la “narcopolítica”. Es decir, el desmantelamiento de las redes de protección que, desde el poder público, ha llegado a tejer la delincuencia organizada en diversas regiones del país. No se trata de aprehender, por ahora, a los narcotraficantes, sino a sus presuntos cómplices en el poder público.
Este “segundo nivel” del combate a la delincuencia organizada tiene varias implicaciones. De entrada, es un reconocimiento implícito a que la fase anterior, el combate directo a los cárteles de la droga y a sus redes de comercialización, no dio los resultados esperados. Esa fase tuvo un alto costo en vidas humanas (más de 10 mil muertos en dos años) y en recursos públicos (16 mil millones de pesos, el presupuesto de los cuerpos de seguridad federal en ese tiempo), y el problema no se contuvo.
En su momento se dijo que la guerra contra las drogas tenía el objetivo de recuperar para el Estado zonas enteras dominadas por la delincuencia organizada y disminuir la circulación de los enervantes en las calles. Estos objetivos tampoco se alcanzaron y pusieron en un grave predicamento la estrategia seguida en dos años. Inclusive se dieron expresiones inéditas de protesta contra los operativos antinarcóticos, como las de los jóvenes “tapados” de Monterrey, Reynosa y Juárez, donde se hizo evidente que el narco no sólo tenía armas, dinero y droga, sino bases sociales. La guerra parecía perdida y entonces se llegó a plantear que en lugar de combatir a los narcotraficantes, era mejor negociar con ellos.
Con este primer balance adverso, el gobierno decide entonces dar el segundo paso: combatir las redes de protección tendidas desde el poder político. Es decir, decide ir contra los llamados “servidores públicos traidores”.
Hemos de reconocer que el diagnóstico de esta segunda etapa es correcto. En efecto, la delincuencia organizada en México es ante todo delincuencia protegida. La delincuencia no puede secuestrar, matar, vender droga y lavar dinero a escala industrial y de manera tan impune, como acontece en México, sin la protección de uno, dos o hasta los tres niveles de gobierno del país. Detrás de un gran capo hay gran “comandante” de la policía, detrás del cual hay un gran juez y detrás de todos hay un gran grupo político o de políticos.
Por ello, desde que el gobierno declaró la guerra contra la delincuencia organizada, en varias ocasiones afirmamos en este espacio y en la tribuna parlamentaria que, para tener éxito en su guerra, el gobierno debería empezar por limpiar la propia casa. Es decir, cortar de tajo con la protección emanada desde el poder público.
Es lo que ahora está haciendo pero, una vez más, de manera incompleta, parcial y selectiva, lo que pone en riesgo, no la clara determinación de la decisión adoptada, sino la efectividad de la misma.
En primer lugar, surgen preguntas obvias: ¿la delincuencia organizada recibe protección únicamente a nivel municipal y estatal? ¿Qué pasa en el ámbito federal? ¿Qué hay de las redes de protección en el ámbito judicial, comercial y bancario?
¿Por qué reciben un trato diferenciado los gobiernos del PRD, por un lado, y los del PRI y PAN por el otro? ¿Es que son más confiables uno que otros? ¿Por qué no existió “coordinación” con el gobernador de Michoacán, Leonel Godoy, y sí la hubo en los casos de los gobernadores de Morelos (PAN), Nuevo León (PRI) y Veracruz (PRI), a quienes les avisaron con antelación de los operativos? ¿Qué pasó con los funcionarios del gobierno de Baja California (PAN) que fueron denunciados públicamente por el General de División Aponte Polito como protectores de narcotraficantes y obstructores de la justicia?
¿Qué tan sólida es la información con base en la cual se están realizando los operativos en los estados? Si es muy sólida, ¿por qué están abusando masiva e indiscriminadamente de la figura del arraigo? ¿Qué pasará con los servidores públicos que resulten inocentes después de haber sido defenestrados y manchados de manera artera? ¿Será suficiente con el clásico “usted disculpe”? ¿Quién resarcirá el daño moral causado? Si nadie se hace cargo de esto, ¿podría hablarse de “impunidad de Estado”?
Pero lo más importante, ¿por qué se realiza este combate contra la “narcopolítica” justo en época electoral, cuando se tuvo más de dos años para realizarla de manera oportuna y libre de toda suspicacia? ¿Es realmente procuración de justicia o simplemente una cacería de brujas con fines electorales?
La suspicacia sobre los objetivos reales de estos y otros operativos que veremos en los estados hasta antes de las elecciones no son producto de la mala fe o de los delirios de persecución de los gobiernos afectados. Son producto del desaseo y selectividad con que se han manejado los mismos. El más obvio, evidente y burdo es haber colocado al presidente del PAN, Germán Martínez, a pontificar, ponderar y festinar las acciones de los cuerpos policiales y militares, como si él fuera el titular de la PGR, de la SSP o de la SEDENA. Lo mismo anuncia en Nuevo León que habrá dos o tres golpes contra el gobierno estatal, que denuncia encubrimiento del gobernador de Chihuahua o emplaza al gobernador de Michoacán a que colabore con el gobierno federal y aguante vara.
Seguir tratando a la PGR, a la SSP y a la SEDENA como si fueran los brazos armados de un partido en campaña, va a terminar minando la credibilidad y efectividad de estas instituciones, pero sobre todo, va a terminar envileciendo la procuración de justicia en México, ya de por sí seriamente cuestionada. Este tipo de acciones, como lo expresó en su momento Abraham Lincoln, podrán engañar a todos algún tiempo, o a algunos todo el tiempo, pero no a todos los mexicanos todo el tiempo.
De hecho, existe resistencia en la PGR, la SSP y la SEDENA a seguir el juego electoral del presidente del PAN. Y es que en estas dependencias, aún quedan policías, investigadores, ministerios públicos y militares realmente confiables, conscientes de su responsabilidad y convencidos de que la justicia en tiempos de elecciones debe caminar por una vía independiente, autónoma e imparcial. Uno de ellos me confió esta semana su inconformidad, retomando una frase famosa del obispo Talleyrand-Perigod después de presenciar los abusos de la guillotina como instrumento de venganza política durante la revolución francesa: “Los verdugos de hoy, serán las reses de mañana”.
ricardo_monreal_avila@yahoo.com.mx
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