09 julio 2009
El PRI ganó porque tenía que ganar. Estaba felizmente condenado a ello. Fue la crónica de una reconquista anunciada. El regreso con todo y gloria. El retorno de los brujos. La vuelta del Charro Negro.
Difícilmente, alguna vez y en cualquier lugar del mundo, un partido político que estaba en tercer lugar ha tenido tantas facilidades para almorzarse a sus contrincantes de arriba: así o más hincaditos.
El PAN, dividido entre los grupos que desde el 2000 disputan el poder y el dinero. Y pecando de una soberbia inaudita e insultante. No sólo contra sus detractores y adversarios sino contra sus propios militantes. Así que desde las alturas del poder de Los Pinos y la Del Valle, Calderón y Germancito trituraron a los panismos locales para imponer candidatos a dedazo que terminaron siendo rechazados por los electores y por los propios militantes. Lo que les tendió una alfombra roja a los priístas para los palacios de gobierno no sólo de Colima, Campeche o Nuevo León, que ya se esperaban, sino aun de San Luis Potosí y Querétaro, que ni los propios tricolores se imaginaron en sus más desatadas calenturas. Ese mismo engreimiento altanero lo ejercieron sus gobernadores, que entregaron en bandeja de plata ciudades y municipios tan apetitosos como Guadalajara y Zapopan en Jalisco o Cuernavaca en Morelos. Platillos suculentos que el dinosaurio devoró porque todavía está aquí.
Por el PRD, o los pedazos que de él quedan, ni proponiéndoselo podían haber hecho una campaña más guanga e idiota olvidándose del músculo para recurrir al maquillaje de una chavita que ni culpa tiene. La lucha social almibarada. Las propuestas sin salir de la cocina. Walt Disney como el tercero en discordia entre Plutarco Elías Calles y Manuel Gómez Morín: somos ninfos somos rosos, somos buenos izquierdosos. Por eso, el PRI les arrebató Ecatepec, Nezahualcóyotl y Cuajimalpa y los redujo a uno más del montón en San Lázaro. Y peor aún, les quitó la opción de representar a un sector del electorado progresista, pero avergonzado de todas las trácalas amarillas.
Eso sí, con dos méritos incuestionables: el PRI fue el partido que mejor leyó al país frente a una runfla de analfabetas funcionales del PAN y el PRD; entendieron a la primera el hartazgo de la cantaleta del crimen organizado; el desencanto de un gobierno del empleo en donde se ha cancelado el futuro; la prepotencia de un panismo abusivo y gandalla, pero eso sí, muy hipócrita; el cochinero del perredismo y la fragmentación de la izquierda. Adicionalmente supieron dirimir, por ahora, sus diferencias internas y sus ansias obsesivas por el 2012.
Todo debidamente procesado por dinos y bebesaurios que optaron por una campaña conservadora y sin estridencias. Que decidió no correr riesgo alguno porque realmente no hacía falta. Se limitaron a afilar sus garras y saltar en el momento oportuno.
Hoy, con la mayoría en el Congreso, el PRI impone agenda y hasta exige cambios en el gabinete. Pero a la vez comienza a enfrentar su mayor desafío: una soberbia gigantesca, que al igual que al PAN, puede terminar enloqueciéndolos. Cuidado. Mucho cuidado.
Difícilmente, alguna vez y en cualquier lugar del mundo, un partido político que estaba en tercer lugar ha tenido tantas facilidades para almorzarse a sus contrincantes de arriba: así o más hincaditos.
El PAN, dividido entre los grupos que desde el 2000 disputan el poder y el dinero. Y pecando de una soberbia inaudita e insultante. No sólo contra sus detractores y adversarios sino contra sus propios militantes. Así que desde las alturas del poder de Los Pinos y la Del Valle, Calderón y Germancito trituraron a los panismos locales para imponer candidatos a dedazo que terminaron siendo rechazados por los electores y por los propios militantes. Lo que les tendió una alfombra roja a los priístas para los palacios de gobierno no sólo de Colima, Campeche o Nuevo León, que ya se esperaban, sino aun de San Luis Potosí y Querétaro, que ni los propios tricolores se imaginaron en sus más desatadas calenturas. Ese mismo engreimiento altanero lo ejercieron sus gobernadores, que entregaron en bandeja de plata ciudades y municipios tan apetitosos como Guadalajara y Zapopan en Jalisco o Cuernavaca en Morelos. Platillos suculentos que el dinosaurio devoró porque todavía está aquí.
Por el PRD, o los pedazos que de él quedan, ni proponiéndoselo podían haber hecho una campaña más guanga e idiota olvidándose del músculo para recurrir al maquillaje de una chavita que ni culpa tiene. La lucha social almibarada. Las propuestas sin salir de la cocina. Walt Disney como el tercero en discordia entre Plutarco Elías Calles y Manuel Gómez Morín: somos ninfos somos rosos, somos buenos izquierdosos. Por eso, el PRI les arrebató Ecatepec, Nezahualcóyotl y Cuajimalpa y los redujo a uno más del montón en San Lázaro. Y peor aún, les quitó la opción de representar a un sector del electorado progresista, pero avergonzado de todas las trácalas amarillas.
Eso sí, con dos méritos incuestionables: el PRI fue el partido que mejor leyó al país frente a una runfla de analfabetas funcionales del PAN y el PRD; entendieron a la primera el hartazgo de la cantaleta del crimen organizado; el desencanto de un gobierno del empleo en donde se ha cancelado el futuro; la prepotencia de un panismo abusivo y gandalla, pero eso sí, muy hipócrita; el cochinero del perredismo y la fragmentación de la izquierda. Adicionalmente supieron dirimir, por ahora, sus diferencias internas y sus ansias obsesivas por el 2012.
Todo debidamente procesado por dinos y bebesaurios que optaron por una campaña conservadora y sin estridencias. Que decidió no correr riesgo alguno porque realmente no hacía falta. Se limitaron a afilar sus garras y saltar en el momento oportuno.
Hoy, con la mayoría en el Congreso, el PRI impone agenda y hasta exige cambios en el gabinete. Pero a la vez comienza a enfrentar su mayor desafío: una soberbia gigantesca, que al igual que al PAN, puede terminar enloqueciéndolos. Cuidado. Mucho cuidado.
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