Carlos Fazio
Tras los comicios intermedios del 5 de julio comienza en México otra fase de signo incierto. La debacle electoral de Felipe Calderón y el Partido Acción Nacional puede entrañar el peligro de un desborde autoritario. Con 12.3 por ciento de los sufragios sobre un padrón de 77.4 millones de electores, la debilidad del administrador surgido de un fraude de Estado se acrecienta. En un país sumido en una violencia reguladora en ascenso, en recesión económica, con una crisis de legitimidad de los partidos políticos parlamentarios y en el contexto de un Estado de tipo delincuencial y mafioso, podría acentuarse el empaque autoritario de Calderón.
En sus tres primeros años de desgobierno, apoyado en las fuerzas armadas, Calderón se presentó mediáticamente como un salvador en busca de la servidumbre voluntaria de las masas. Ante la exacerbación de la violencia, inducida y potenciada por la cruzada calderonista contra la (in)seguridad, la propaganda del régimen quiso construir en torno a su figura a un líder providencial y mesiánico. En octubre de 2007 dijo que protegía al país con el monopolio del poder. Se acentuaba ya entonces su mentalidad autocrática; un autismo autoritario como forma de degradación de la ley hacia su uso arbitrario, o en el sentido de que quien la ejerce ya no representa la ley, sino que la encarna.
Desde entonces, la atribución que se dio a sí mismo del monopolio del poder estuvo basada en el uso indebido de la fuerza y la violencia estatales. En particular, de unas fuerzas armadas virtualmente privatizadas, que obedecieron sin chistar a su comandante supremo y aceptaron su nuevo papel en la vida política nacional. Mala cosa. La política no es asunto de militares, grupo corporativo, jerárquicamente estructurado (autoritario-servil). O de otra manera: cuando los militares incursionan en el ámbito político se abona el camino hacia un Estado de emergencia, con suspensión gradual, formal y real de garantías.
El larvado proceso de militarización del país ha estado asociado a la guerra intramafias desatada por Calderón por el control del territorio y el mercado de la ilegalidad. La generalización del concepto de guerra y el aumento de la violencia oficial bajo el calderonismo se han dado en detrimento de valores éticos y morales, de las garantías civiles y los derechos humanos. En realidad, la violencia reguladora de Calderón es una operación del crimen organizado en las alturas del poder y busca imponer un proyecto clasista autoritario de nuevo tipo.
Hannah Arendt decía que el engaño, la falsificación deliberada y la mentira pura y simple son empleados como medios legítimos para lograr la realización de objetivos políticos.
Cabe añadir en ese contexto, según la famosa frase de Karl von Clausewitz, que “la guerra no es simplemente un acto político, sino un verdadero instrumento político, una realización de la misma por otros medios (…) el propósito político es el objetivo, mientras que la guerra es el medio”. Idea que, por cierto, estuvo en la base del nacionalsocialismo.
El mariscal Clausewitz sostenía que la guerra es una extraña trinidad constituida por el odio, la enemistad y la violencia primitiva. La guerra es un acto de fuerza física para imponer la voluntad al enemigo. El enemigo es el objetivo, y no hay límite para la aplicación de dicha fuerza. El problema es determinar quién es el enemigo. Bajo un régimen de excepción –verbigracia la Honduras actual de los golpistas o Coyuca de Catalán en la sierra de Guerrero, bajo asedio castrense–, la laxitud del concepto de enemigo suele ser muy amplia. Pero conviene tomar en cuenta que, en general, para un régimen cívico-militar de signo conservador, la razón de ser del instituto armado es destruir al enemigo. Aniquilarlo.
Los grupos de comportamiento sectario –o de masas artificiales, como llamaba Freud al Ejército y la Iglesia– tienen determinadas características. La formación militar modela para jerarquizar, homogeneizar y uniformizar; para separar a sus miembros de la sociedad civil y convertirlos en engranajes de una maquinaria corporativa. El objetivo primero es la obediencia sin cuestionamiento al superior. El superior siempre tiene la razón, nunca se equivoca. Es una obediencia a la autoridad, no a la ley. Es la obediencia debida. Se obedece porque se lo ordenan, no por estar de acuerdo. En su interior se inculca la pertenencia ciega al grupo. Y se funciona a partir de consignas tales como la patria, la bandera, la democracia, aunque no tengan ningún contenido o su significado esté tergiversado. Entre el deber moral y la obediencia, el miedo a la autoridad induce a obedecer sin cuestionar la conducta.
Conviene recordar, además, que el Ejército tiene armas. Y que las armas son para matar. Específicamente, para matar seres humanos. Y dado que el objetivo es la destrucción del enemigo, las armas son el medio. Pero además, el objetivo primario de las fuerzas armadas, al que se deben subordinar todos los demás, es ganar la guerra por cualquier procedimiento. Si para ello hay que violar la Constitución y la ley, la guerra lo legitima. Para la consecución de ese fin, un sentimiento común del soldado es la indiferencia frente al semejante. Se considera al otro como no humano. Una cosa. Un número. Un elemento. El enemigo es desprovisto de toda personalidad y humanidad. La preocupación es de índole administrativa y no ética. Los valores morales se desprenden de las necesidades técnicas. Del éxito de la guerra.
Como organismo grupal de procedimiento sectario, el Ejército está provisto de una moral que prohíbe todo tipo de cuestionamiento a la cadena de mando. Por esa vía, las más de las veces se legitiman el crimen, la tortura, el terror, la violación, el robo de niños, el genocidio. Ejemplos sobran. Y tales riesgos, en el México actual, están presentes.
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