La madrugada de ayer, un comando secuestró a Luis Fernando Cuéllar, gobernador del departamento de Caquetá, Colombia, uno de los bastiones de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). El rapto fue atribuido por el gobierno de Álvaro Uribe Vélez a las propias FARC, que habían intentado plagiar, el pasado 9 de diciembre, al alcalde de San Vicente del Caguán, Hernán Cortés, usando un método muy similar. El mandatario ordenó un operativo militar para rescatar al funcionario y “a los otros secuestrados que quedan en poder de estos bandidos” y, horas más tarde, el gobierno colombiano informó el hallazgo del cuerpo sin vida de Cuéllar, a 15 kilómetros de la ciudad de Florencia, capital de Caquetá.
El episodio reviste particular relevancia en el conflicto bélico que enfrenta Colombia desde hace cuatro décadas: se trata del secuestro político de mayor rango por parte de la guerrilla desde 2002, cuando fueron raptados el entonces gobernador de Antioquia, Gullermo Gaviria, y el ex ministro de Defensa Gilberto Echeverri –ambos asesinados tras 13 meses de cautiverio durante un frustrado intento de rescate–, si bien el caso que cobró más notoriedad mediática internacional fue el de la política franco-colombiana Ingrid Betancourt, liberada por el gobierno colombiano en julio del año pasado.
Nada puede justificar el uso del secuestro y el asesinato como formas de lucha, ni el trato a las personas privadas de su libertad como “prisioneros de guerra” y su empleo como moneda de canje, mucho menos cuando tales prácticas provienen de una organización que se reclama “revolucionaria” El caso que se comenta reviste un agravante adicional, toda vez que la retención de Cuéllar se produce en un momento en que las propias FARC negociaban con el régimen uribista la liberación unilateral de Pablo Moncayo y Josué Calvo, dos de los efectivos militares en poder de la guerrilla.
En semanas recientes, el gobierno de Uribe Vélez se había dedicado a torpedear los intentos de liberación de estos soldados al negarse a satisfacer las condiciones establecidas por las FARC, como la integración de una misión humanitaria en la que estuvieran presentes la Iglesia, el Comité Internacional de la Cruz Roja y la senadora Piedad Córdoba. Con el artero crimen perpetrado ayer, sin embargo, las propias FARC otorgan a Uribe una victoria mediática importante en sus empeños por legitimar, de cara a la opinión pública internacional, el aplastamiento militar de la guerrilla como única salida al conflicto colombiano, y tiran por la borda los avances logrados en los últimos dos años con las liberaciones pacíficas de rehenes, en las que las propias FARC habían desempeñado un papel central.
En suma, el episodio comentado permite ponderar la descomposición organizativa, política y sobre todo moral y humana que acusa la guerrilla más añeja del continente, un proceso que se percibía ya a raíz de los duros golpes asestados a su estructura –como la caída de dos de sus dirigentes, Raúl Reyes e Iván Ríos, a manos del ejército colombiano–; con la muerte de su líder histórico, Manuel Marulanda, Tirofijo, ocurrida en marzo de 2008, y con el rescate de Betancourt, pero que se reafirma con la continuidad de métodos de lucha deleznables, y con la degradación de la violencia política hacia prácticas llanamente delictivas y criminales.
El episodio reviste particular relevancia en el conflicto bélico que enfrenta Colombia desde hace cuatro décadas: se trata del secuestro político de mayor rango por parte de la guerrilla desde 2002, cuando fueron raptados el entonces gobernador de Antioquia, Gullermo Gaviria, y el ex ministro de Defensa Gilberto Echeverri –ambos asesinados tras 13 meses de cautiverio durante un frustrado intento de rescate–, si bien el caso que cobró más notoriedad mediática internacional fue el de la política franco-colombiana Ingrid Betancourt, liberada por el gobierno colombiano en julio del año pasado.
Nada puede justificar el uso del secuestro y el asesinato como formas de lucha, ni el trato a las personas privadas de su libertad como “prisioneros de guerra” y su empleo como moneda de canje, mucho menos cuando tales prácticas provienen de una organización que se reclama “revolucionaria” El caso que se comenta reviste un agravante adicional, toda vez que la retención de Cuéllar se produce en un momento en que las propias FARC negociaban con el régimen uribista la liberación unilateral de Pablo Moncayo y Josué Calvo, dos de los efectivos militares en poder de la guerrilla.
En semanas recientes, el gobierno de Uribe Vélez se había dedicado a torpedear los intentos de liberación de estos soldados al negarse a satisfacer las condiciones establecidas por las FARC, como la integración de una misión humanitaria en la que estuvieran presentes la Iglesia, el Comité Internacional de la Cruz Roja y la senadora Piedad Córdoba. Con el artero crimen perpetrado ayer, sin embargo, las propias FARC otorgan a Uribe una victoria mediática importante en sus empeños por legitimar, de cara a la opinión pública internacional, el aplastamiento militar de la guerrilla como única salida al conflicto colombiano, y tiran por la borda los avances logrados en los últimos dos años con las liberaciones pacíficas de rehenes, en las que las propias FARC habían desempeñado un papel central.
En suma, el episodio comentado permite ponderar la descomposición organizativa, política y sobre todo moral y humana que acusa la guerrilla más añeja del continente, un proceso que se percibía ya a raíz de los duros golpes asestados a su estructura –como la caída de dos de sus dirigentes, Raúl Reyes e Iván Ríos, a manos del ejército colombiano–; con la muerte de su líder histórico, Manuel Marulanda, Tirofijo, ocurrida en marzo de 2008, y con el rescate de Betancourt, pero que se reafirma con la continuidad de métodos de lucha deleznables, y con la degradación de la violencia política hacia prácticas llanamente delictivas y criminales.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario