MÉXICO, D.F., 23 de diciembre (apro).- En una guerra, el manejo de las imágenes y los símbolos es fundamental, por eso no se puede tomar a la ligera la difusión de la fotografía del cuerpo de Arturo Beltrán Leyva, La Muerte, con los pantalones abajo y cubierto de billetes ensangrentados.
En medio de una guerra entre dos bandos, la presentación de la imagen del cuerpo sin vida de uno de los cabecillas del crimen organizado, totalmente socavado, denigrado y humillado, representa un mensaje claro de provocación, y como tal se tienen que asumir las consecuencias.
Entre mafiosos, policías y militares, la virilidad (o el machismo) es un aspecto fundamental de respeto y hasta de autoridad.
No es gratuito que en las filas castrenses y policiales se niegue la entrada a elementos homosexuales, y a quien es descubierto con esa tendencia se le margina de inmediato. Y si bien entre los narcotraficantes esta ley no está escrita, también se aplica para todos sus integrantes.
Por eso, bajarle los pantalones al Jefe de jefes y permitir que el fotógrafo Valente Rosas, del diario El Universal, tomara (en el mismo lugar donde fue ultimado) las imágenes del cuerpo ensangrentado y deshecho, primero cubierto de joyas y luego de billetes mexicanos de alta denominación y dólares, fue una decisión de las más altas autoridades, que tomaron una actitud similar a la de su contraparte, el narcotráfico. Parecería un mensaje del narco contra el narco.
Un civil encapuchado, al frente del operativo de la Marina, fue quien permitió la entrada del fotógrafo para que tomara las imágenes en exclusiva. Nadie más que el fotógrafo de El Universal entró al lugar para registrar las imágenes del cuerpo del narcotraficante, porque a los demás fotógrafos se les impidió el paso.
Al comparar las primeras imágenes con las últimas, se nota que el cuerpo de Beltrán Leyva fue manipulado, ya que lo posicionaron sobre una sábana blanca, para hacerlo lucir de forma más grotesca, con el brazo derecho desmembrado y el otro roto en la muñeca, las piernas abiertas y los pantalones aún más abajo.
Ya muerto, le quisieron quitar la virilidad sagrada entre los narcos, policías y militares. Ya muerto, lo expusieron con dinero y joyas en el estómago, que le quitaron como si fuera un símbolo de poder arrebatado a sangre y fuego.
La distribución de la imagen a nivel internacional por parte del diario El Universal, con la firma del autor, es otra historia.
A raíz del asesinato de la familia del marino Melquisedet Angulo Córdova y de los ataques del crimen organizado en varias entidades, como reacción al asesinato de Beltrán Leyva, lo que orgullosamente mostró el diario capitalino ahora es tomado con preocupación.
La directiva y los editores nunca tomaron en cuenta los riesgos que corrían con la venta de esta imagen a todos los medios del país y el extranjero, así como a dos agencias internacionales. El fotógrafo tampoco advirtió el riesgo de firmar una fotografía que le dieron o que tomó, pensando tal vez en la fama y en los reconocimientos.
Días después del hecho, en el portal del diario apareció una serie de fotografías del operativo en Cuernavaca, Morelos, donde mataron a Beltrán Leyva, pero en lugar del nombre del fotógrafo pusieron la leyenda: “especial”, como una medida de protección. Decisión tardía, pues ya todos saben quién es el autor.
Más que informar, la difusión de la imagen del Jefe de jefes se convirtió en un acto de propaganda de uno de los bandos en guerra y busca acabar con su adversario exhibiéndolo en sus peores condiciones.
La propaganda fue gratis, pero generó ganancias al periódico El Universal. La pregunta aquí sería si vale la pena publicar esa imagen con todo y crédito, a cambio de poner en riesgo la vida de uno de sus trabajadores.
No hace mucho, el gobierno de Felipe Calderón ordenó al Ejército destruir las imágenes de la Santa Muerte que hay en todo el norte del país, en un intento por horadar la moral y la religiosidad de los narcotraficantes.
En una guerra, esta es una estrategia que se usa para vulnerar el estado de ánimo de un ejército sobre otro. Pero en el caso de México ha resultado todo lo contrario. A la Santa Muerte ahora le acompaña San Judas Tadeo y Jesús Malverde, en una especie de refortalecimiento de las imágenes santas de los narcotraficantes.
La idea de mostrar a un Beltrán Leyva socavado ha tenido una reacción contraria. La violencia se ha recrudecido, rompiendo los viejos esquemas de la mafia de no atentar contra las familias.
La publicación de la fotografía del cadáver del narcotraficante ha generado una discusión en los medios sobre la ética y el derecho a la información. Ambas cosas tienen que ver con la política que aún falta por definir en los medios, sobre todo entre los dueños, en el sentido de cómo debe cubrirse la guerra contra el narcotráfico.
Si hay que publicar o cómo hacerlo en lo que respecta a las narcomantas, los mensajes clavados en cuerpos torturados, las decapitaciones, los rostros de los niños que han sido víctimas, etc., es una discusión que apenas empieza a darse en México.
Sin embargo, la famosa foto del Jefe de jefes ha puesto en la mesa de discusión la corresponsabilidad del gobierno federal, que no puede comportarse como otro grupo del crimen organizado que utiliza los cuerpos de los narcos caídos para mandar un mensaje de terror.
Violencia genera violencia. Pero esto, al parecer, le tiene sin cuidado a Felipe Calderón, obsesionado por acabar con un problema –el narcotráfico– que llegó para quedarse, pues no es un asunto nacional, sino internacional, con intereses que rebasan todas las fronteras.
Tarjeta navideña
Pedro Miguel
Aprimer golpe de vista, la composición podía ser tomada como obra de una mente criminal: un cuerpo humano, descuartizado a balazos, con el pantalón bajado, cubierto por billetes ensangrentados cuidadosamente distribuidos sobre la piel, así como por pequeños objetos rituales.
La foto del cadáver de Arturo Beltrán Leyva y la decisión de darle extensa difusión mediática habrían podido ser tomadas –acaso lo fueron– por los operadores de un cártel rival: es la clase de escarnio que las bandas delictivas hacen del enemigo caído, como ocurre con los narcovideos que circulan en youtube o como la exhibición de los cuerpos de los hijos de Saddam Hussein, resanados con plastilina y maquillados de color rosa solferino, montada en julio de 2003 por la soldadesca gringa en el interior de una carpa inflable.
Fue un espectáculo caro: sólo por el chivatazo que permitió a los ocupantes dar con el paradero de los hermanos Hussein, en Mosul, los contribuyentes de Estados Unidos pagaron 30 millones de dólares. A eso hubo que agregarle los gastos, jamás desglosados, por la demolición de la vivienda con misiles TOW (larga vida a los accionistas de Hughes Aircraft), por el salario de los soldados que llevaron a cabo la carnicería y por la reconstrucción burlona de los cuerpos. Entre otros. Para la administración de Bush resultaba prioritario enviar un mensaje inequívoco: los dictadores insumisos a Washington serían perseguidos sin miramientos hasta en su descendencia, sin compasión ni concesión alguna, y lo que quedara de ellos quedaría sujeto a bromas de mal gusto. Más allá de plasmar la infinita vulgaridad característica de George Walker, la acción mediática fue un comunicado de terror y escarmiento.
Quién sabe cuánto nos costó, a los causantes mexicanos, la difusión de las imágenes del presunto narco abatido en Cuernavaca, pero es dudoso que el montaje haya sido una mera ocurrencia de funcionarios de bajo nivel, federales o estatales, civiles o militares, como lo insinúa el calderonato con una hipocresía monumental. El despojo mortal era un trofeo (esa palabra usó una fuente gubernamental citada antier en este diario) demasiado valioso para el gobierno federal como para permitir que un empleado de poca monta de la procuraduría morelense lo manoseara e hiciera con él composiciones perversas.
De hecho, el cadáver del capo fue estrechamente vigilado por fuerzas militares hasta que llegó a su destino final, en un panteón privado de Culiacán. Circunstancias aparte, la cuidadosa gráfica del muerto cubierto de billetes bien podría llevar, por pie de foto, así o más, haiga sido como haiga sido o cualquier otra expresión de bravuconería incivilizada.
Pero hay motivos para sospechar que no todo sea resultado de una catarsis festiva, sin duda explicable –aunque no justificable– tras los fracasos y hasta los desastres que afectan a la oficialmente llamada guerra contra la delincuencia (por cierto: ¿dónde habrá causado más regocijo la foto, generosamente reproducida por los medios afines al régimen? ¿En Los Pinos o en los escondrijos de los otros rivales de Beltrán Leyva?) Esto no habría ocurrido si no hubiera la determinación de convertir al Estado en portavoz de barbarie, de degradar a las instituciones hasta el punto de volverlas emisoras de cosas indistinguibles, en la forma y en el fondo, de los célebres narcomensajes, de enviar a la población en general, y particularmente a sus sectores más lúcidos, organizados y cívicos, telegramas de terror con este sentido: el poder público es capaz de exterminar, de brincarse todas las formas de la legalidad (una muy simple: ¿alguien ha oído hablar de una orden judicial de allanamiento o de captura que diera pie y cobertura al operativo de Cuernavaca?), de emplear todo el poder de fuego disponible contra una residencia enclavada en un condominio, de hacer maldades equivalentes a las que cometen los más malos de los malos, de solazarse y degradarse en la profanación del cadáver enemigo.
A fin de cuentas, si el gobierno tuviera intenciones reales de combatir al narco, en vez de promover combates espectaculares y cruentos, tendría que empezar por cerrar los circuitos financieros al lavado del dinero procedente de las drogas ilegales, dinero que es ya una de las tres principales fuentes de divisas para la economía nacional. Sería más barato, simple, civilizado y fructífero. Pero parece ser que el calderonato deseaba enviar al país una tarjeta navideña macabra para promover su poder corporativo, y eso hizo.
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Fuente: La jornada
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