Serios retrocesos a la laicidad ha representado este año 2009 que está a punto de concluir. La clase política entra a festejar el bicentenario habiendo traicionado los fundamentos juaristas que dieron sustentos modernos al Estado mexicano contemporáneo. Me refiero no sólo a la contrarreforma antiaborto, promovida por el PRI en 18 entidades de la República, o al acotamiento de libertades laicas, sino a la bochornosa polémica que Enrique Peña Nieto ha protagonizado con su aparatosa y mediática visita que recientemente realizó al Vaticano.
El montaje va más allá de la burda utilización de la esplendorosa escenografía pontificia y de los reflectores televisivos para anunciarnos no nada más la boda del gobernador mexiquense, sino el arranque formal de su candidatura hacia la Presidencia de la República. Peña está anunciando que va con todo y no importan los cómos; junto a gobernadores aliados, incluidos sus presupuestos; su acometida es absoluta y total, no tiene reparos, incluso está dispuesto a sacrificar raíces políticas e identidades ideológicas.
Las imágenes del joven político de Atlacomulco con el papa Benedicto XVI simbolizan una supuesta posición político-religiosa conservadora, apropiada a la atmósfera que ha reinado en nuestro país en los últimos 10 años de gobiernos de la alternancia panista. Con oportunismo, Peña Nieto enarbola los principios cristianos como parte esencial de la estructura ética que lo envuelve. De frontera a frontera, parece anunciar que ha ido ya más allá del casting para convertirse en actor protagonista de primer reparto. De su constante irrupción mediática, pequeñas apariciones, ha dado un salto cualitativo: del posicionamiento al asalto político hacia el poder. El llamado “efecto Peña Nieto” pasa a una fase operativa; de galán de culebrón se convierte en eminente protagonista, en medio de un complejo reparto político plagado de infames, su inevitable y dramática misión será conducir bien a México y salvarlo de la catástrofe.
En cierta forma, en este episodio pontifical Peña Nieto ha emulado a Vicente Fox, quien también arrancó prematuramente su campaña ondeando el estandarte guadalupano al estilo de Miguel Hidalgo. Evidentemente, el asunto tiene más fondo que los excesivos gastos de la puesta de escena en Roma y la distinción entre lo público y lo privado del actor. La pragmática estrategia mexiquense parece inspirada en las tesis de Zygmunt Bauman, quien sostiene en su libro Tiempos líquidos el abandono de los compromisos, lealtades y sólidas posturas ideológicas para dar paso a la liquidez de lo inmediato, a la volubilidad del interés presente, a la hiperflexibilidad, al pensamiento maleable de corto plazo y, sobre todo, a la separación entre poder y política. El riesgo de alcanzar el supremo objetivo a costa del desdibujamiento de la tradición política del PRI. Muy probablemente juegue a favor la obsesión tricolor por reconquistar Los Pinos, sacrificando su raigambre liberal e implantando un pragmatismo oscurantista que ha llevado a establecer alianzas, es el caso de las leyes antiaborto, con los sectores más recalcitrantes de la ultraderecha. Quizá cuente también la enfermiza obcecación del “inexistente grupo Atlacomulco” por encumbrar a uno de sus miembros en la silla presidencial, para permitir la construcción de un perfil híbrido, más afín a los principios panistas que a la trayectoria del Revolucionario Institucional.
Efectivamente, el look y la impostura que seguramente han diseñado los publicistas y marketineros de Televisa en Peña Nieto se asemeja más a las características distintivas de un candidato panista: joven, metrosexual, conservador, eficiente, dinámico, católico, patriota, defensor de la familia, apasionado y apuesto. Es la máscara y el maquillaje aplicado para satisfacer los altos niveles de audiencia, posicionándolo a tal grado que le aseguren una inevitable postulación por su partido como hizo hace 10 años Vicente Fox.
La Iglesia católica, astuta como siempre, no es responsable de la apuesta de Peña Nieto; sin embargo, sabrá sacar provecho político con creces, ejercer todo su peso simbólico y lobby para posicionar su visión, misión y acentos políticos propios.
Peña Nieto y el PRI han abierto la puerta para que de nueva cuenta la jerarquía católica irrumpa con gravitación en la escena política del país; veremos las consecuencias. Ésta se ha beneficiado de un diagnóstico errado de la clase política que establece un supuesto peso electoral de los obispos católicos y de un aparente liderazgo en la orientación y en las preferencias políticas subyacentes en los fieles-electores.
El gobernador mexiquense parece desempolvar las viejas tesis salinistas sobre el papel político de la Iglesia y asignarle un papel de aliada estratégica. Y no me sorprendería que lo incorpore como parte de su discurso político; en todo caso, ya dio línea públicamente para que su Congreso endurezca penalizaciones en caso de aborto a las mujeres de la entidad. Esta tentación ha estado presente en muchos gobiernos, particularmente en momentos de apuro, con altos costos y facturas.
Con estilos muy diferentes, la esencia de Juanito y Peña Nieto es la misma: son subyugados por el protagonismo y el canto de las sirenas. Los próximos meses presagian sordas disputas donde presenciaremos duros golpeteos y se pondrá a prueba la apasionada adhesión del gobernador a los principios cristianos.
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