Por Ricardo Salgado
“La unidad, vista desde este punto, no es un concepto idealista, utópico o absurdo; por el contrario, se trata de un mandato obligatorio para los liderazgos que emana directamente del pueblo indefenso”.
Durante los últimos 50 años, la América Latina ha tenido que enfrentar toda la “creatividad” de los órganos de inteligencia de los Estados Unidos. El resultado de todas las tácticas utilizadas por este formidable adversario, dejaron huellas de múltiples formas en los pueblos; la más terrible de ellas es la violación permanente, flagrante, y casi siempre impune de los derechos humanos.
Esta larga lección histórica nos hace pensar que es muy difícil que se cometan violaciones a los derechos humanos en esta parte del mundo, sin que lo sepan los funcionarios de los mal llamados organismos de inteligencia y seguridad nacional del imperio. Por esta razón, no causó gran sorpresa saber que el manual de torturas aplicado a prisioneros iraquíes había sido diseñado por la CIA para ser aplicado en Honduras en 1983.
Hoy resulta evidente es muy complicado para nuestros pueblos defenderse efectivamente de estos ataques, por demás inhumanos, y resalta la vulnerabilidad resultante de la falta de organización, conceptualización y definición que provoca la proliferación de movimientos políticos de izquierda en cada país. Aunque éste es sólo uno de los aspectos relacionados con la falta de unidad, su problema fundamental es que el mismo permite a los órganos represivos, dirigir su estrategia selectiva a cualquier miembro de la sociedad.
Este análisis no pretende culpar a ningún movimiento en particular sobre la represión de la que han sido víctimas; es necesario, sin embargo, establecer un vínculo claro y tangible entre la desorganización, resultante de tantas “organizaciones” y la vulnerabilidad, así como con la incapacidad manifiesta de plantear una defensa coherente frente a una agresión sin cara, clandestina, feroz e inhumana. Frente a un enemigo bestializado, la falta de estrategias comunes tiene consecuencias fatales.
Algunos de los pensamientos simplistas pensarían en la respuesta está en devolver al adversario cada uno de los ataques que ejecutan contra nuestro pueblo. Cabe aquí el análisis correcto, que debería evaluar sin apasionamientos las capacidades concretas con que cuenta cada uno de los bandos. En principio, no debería olvidarse en ningún momento que el pensamiento de todas las estructuras de poder oligárquica no ha mostrado nunca ningún empacho a la hora de engañar, manipular, traicionar y asesinar.
No se debe menospreciar de ninguna manera, el hecho de que los miembros de las fuerzas represivas son esencialmente entrenados para asesinar; tampoco se debe subestimar la efectividad de los programas de entrenamiento y enajenación a que son sometidos los miembros de estos cuerpos, quienes reaccionan de manera programada y salvaje contra su pueblo, no importando su condición de clase.
Los militares o paramilitares “arrepentidos” son una excepción a la regla, y en ningún caso responden a nuestros intentos por persuadirlos a pensar de otra manera. La estrategia general de represión aplicada desde los años 60, ha demostrado una gran capacidad de ejecución y de renovación. Los compañeros asesinados durante décadas de dictaduras y gobiernos seudo democráticos se cuentan por cientos de miles, y aún no podemos parar de contar.
Hace falta entonces, comprender las razones de nuestra vulnerabilidad frente a un enemigo que está dispuesto, a cualquier costo, a borrar de la faz de la tierra cualquier iniciativa de cambio que surja de las entrañas del pueblo. No debemos confundir las aviesas intenciones de quienes estructuran, dirigen, y financian estos programas represivos, con el pensamiento real de aquellos que ejecutan estos planes. Los militares, policías, paramilitares y otras fuerzas irregulares, nos ven como sus enemigos mientras la oligarquía y los demás como su problema.
Si a esto agregamos la existencia de sistemas judiciales corruptos, y una administración de la justicia descaradamente favorable a los intereses de las clases dominantes, nos encontramos fácilmente en un estado completo de indefensión. Tal es el caso de Honduras en la actualidad, donde el estado de facto niega con vehemencia la violación de los derechos humanos, mientras los asesinatos de tipo político se multiplican día con día.
El aparato represivo está conformado entonces por todos los estamentos, todas las fuerzas, toda la superestructura del estado en contra de su propio pueblo. Es difícil bajo estas circunstancias presumir que tendríamos éxito “contraatacando” al adversario en su propio campo. Esto se agrava cuando las víctimas potenciales del bando opuesto serían principalmente personas en condiciones de clases iguales a las nuestras. Difícilmente la retaliación llega a quienes propician el ambiente de terror.
La respuesta entonces debemos buscarla en argumentos más concretos, inmediatos, coherentes y responsables. Uno de los aspectos más relevantes de cualquier estrategia para desafiar la represión y la violación de los derechos humanos, radica en la capacidad que tengamos de demostrar a nuestros pueblos la relación directa entre los niveles de organización y la defensa de nuestra seguridad frente a la brutalidad a la que somos sometidos.
Sin embargo, los problemas que presenta la organización, pasan necesariamente por la unidad de nuestros movimientos, alrededor de un proyecto nacional que tienda a seguir objetivos múltiples, en vinculación permanente y directa con las masas, que cumplan con los enunciados de movilizar, formar y organizar. Hoy día, nuestra mayor debilidad radica en nuestras propias contradicciones; debilidad, que se mantendrá creciente a menos que adoptemos posiciones consecuentes con el momento histórico que nos toca enfrentar.
La unidad, vista desde este punto, no es un concepto idealista, utópico o absurdo; por el contrario, se trata de un mandato obligatorio para los liderazgos que emana directamente del pueblo indefenso. Si bien es cierto las tácticas imperiales para dividirnos, sumadas a nuestros desentendimiento de las causas verdaderas de nuestras luchas, han generado contradicciones que parecerían inicialmente irreconciliables, también es cierto que tenemos la obligación de asumir responsablemente el reto que nos presenta el momento histórico que se vive en todo el continente.
Desafortunadamente, los movimientos políticos alrededor de las luchas populares, con el pasar de los años, han sido capaces de crear sendos cuerpos teóricos para justificar la dispersión; no son pocos los casos en que los cambios, por pequeños que fueran, se dieran no gracias sino a pesar de la acción de estos movimientos. Los resultados de combinar la determinación del enemigo y la terquedad infundada de nuestros propios grupos ha traído una gigantesca cuota de dolor y luto a nuestras sociedades.
Increíblemente, a pesar de la permanente tendencia hacia el cambio en nuestros países, nuestros movimientos políticos aún no han sido capaces de visualizar dialécticamente los retos que se presentan en el camino para alcanzar los objetivos de emancipación y fundación de un mundo mejor.
Hoy tenemos la misión impostergable de volver nuestra mirada hacia nuestro pueblo y sus necesidades. No estamos inventando con esto ningún tipo de receta; hemos podido ver en el ejemplo de otros pueblos hermanos, la forma en que la organización desde las bases apoyan de manera decisiva no sólo los cambios sino a la consolidación de los mismos.
La unidad no es un concepto ideológico; representa esencialmente la conjunción de la teoría y la práctica para el desarrollo de la lucha revolucionaria, entendiendo a esta última como un proceso transformador a favor de las mayorías y no como una sucesión de actos violentos que eventualmente llevarán al pueblo la victoria. La historia latinoamericana de los últimos años, sólo nos muestra una experiencia victoriosa de un proceso armado: la revolución cubana, que no sólo fue capaz de triunfar, sino también consolidar el proceso que hoy, 50 años después, constituye orgullosamente el ejemplo de la dignidad, la resistencia, el antiimperialismo y el desarrollo de la sociedad socialista.
No pretendemos restar legitimidad a la opción armada como una vía de liberación para nuestros pueblos; tratamos simplemente de llamar a todos los grupos de nuestra América a que hagan un análisis correcto de las condiciones particulares y generales en las que se lleva adelante el proceso de emancipación que han emprendido nuestros pueblos; y que como resultado de ese análisis se tomen decisiones concretas, definitivas, y pragmáticas sobre las vías que debe seguir cada pueblo de acuerdo a su propia realidad, incorporando la integración de los pueblos a nivel regional como una forma unitaria de lucha y de estructuración del poder popular.
En momentos en que nuestro continente se encuentra bajo feroz ataque del imperio, resulta imprescindible contar con la voluntad inclaudicable de todas y todos aquellos que alguna vez decidimos participar en la búsqueda de un mundo más justo para todos pueblos de esta nuestra América. No se puede postergar más la decisión de ratificar nuestro compromiso fundamental con nuestros pueblos; cualquier otro tipo de actitud revelaría únicamente la preponderancia de intereses mezquinos, y pondría en tela de juicio la capacidad de nuestros líderes para llevar adelante a nuestro pueblo.
La integración debe ser abierta, sin reservas, sin exclusiones, sin discriminaciones, y estar basada en los intereses de los pueblos de América Latina; no se debe cerrar la puerta a ningún movimiento, social o político, que esté identificado con las luchas revolucionarias. Debemos partir de que todos los movimientos, a pesar de sus particularidades, forman parte importante de todo este proceso y, en consecuencia, deben ser objeto todo nuestro respeto, apoyo y solidaridad.
Debemos demostrar a la derecha trasnacional, que ha sometido a sangre y fuego a nuestros países durante siglos, que seguimos aquí, que no nos hemos rendido, y que somos millones.
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