22 abril 2010
De entrada he de reconocer que soy un analfabeta digital. Con todo lo que ello implica. Por un lado, marginado de las maravillas tecnológicas que cada mes son suplidas por nuevas maravillas tecnológicas; por el otro, el disfrute de ciertos placeres elementales que algunos calificarían de silvestres y hasta primitivos.
Llevo una doble vida: no soy experto en navegación por internet ni en el messenger y jamás he chateado con nadie; me he resistido al Facebook y al Twitter y no sé comprar un boleto en la red. Ignorancia que me ha hecho sujeto de las burlas más ácidas hasta de mis amigos y parientes. Para compensar, gozo en lo íntimo mis pequeñas victorias: puedo sobrevivir cada día sin estar pegado a las computadoras; no dependo del celular para saber que existo y puedo todavía mirar además de ver, escuchar además de oír y pensar además de recibir información. Sé que soy una especie en extinción: pero todavía disfruto enormemente caminar por mi querido Barrio de La Conchita sin rumbo fijo, de amontonar libros abiertos en mi escritorio para darme una refrescadita de coco; de escuchar la voz de la gente que quiero y no sólo las letritas; de sorprenderme con el paisaje humano en un aeropuerto; de sentir en mis manos los discos de siempre; o de experimentar el placer de arrastrar el lápiz en estos textos.
Por supuesto que, de vez en cuando, me atormento preguntándome sobre el origen de mis fobias. Y creo que se debe a dos personas. Primero, mi admirado padre Juan que jamás usó una tarjeta de crédito y que como buen macho jalisciense decía que los hombres de a de veras llevan el dinero en la bolsa derecha del pantalón, ahí junto a ya saben qué; nunca lo vi tan enojado como cuando le añadí la propina a un mesero con mi recién estrenado dinero de plástico; me dijo que a ese hombre había que darle un billete para que ese mismo día pudiera llevar más pan a su casa.
En otro plano, también me marcó el estremecedor 1984 de George Orwell. Escrito en los 40, anticipaba el futuro medio siglo después. Un gobierno totalitario, una economía centralizada y un infalible sistema de observación sobre cuerpos y mentes de todos los ciudadanos. Una sociedad mediatizada y regida por un gobierno y cuatro ministerios: el de La Verdad, dedicado a las noticias, espectáculos y la educación; el de La Paz, para hacer la guerra; el del Amor, para imponer la ley y el orden; y el de Abundancia, más para unos que para otros. Pero todo ello basado en una infalible maquinaria de control, ejemplificada en pantallas que en todas partes mostraban un frío rostro que repetía una y otra vez: EL GRAN HERMANO TE ESTÁ VIGILANDO.
No sé por qué todo esto me viene a la mente ahora que me entero de que cualquier idiota corrupto es capaz de traficar no sólo con bases de datos, sino con lo que yo más aprecio: la privacía de cada uno y el derecho a vivir la vida como uno quiere y no como te la quieren imponer los demás.
Lástima. Ahora que ya me estaba animando a tomar un nuevo curso cibernético para personas de lento aprendizaje.
Llevo una doble vida: no soy experto en navegación por internet ni en el messenger y jamás he chateado con nadie; me he resistido al Facebook y al Twitter y no sé comprar un boleto en la red. Ignorancia que me ha hecho sujeto de las burlas más ácidas hasta de mis amigos y parientes. Para compensar, gozo en lo íntimo mis pequeñas victorias: puedo sobrevivir cada día sin estar pegado a las computadoras; no dependo del celular para saber que existo y puedo todavía mirar además de ver, escuchar además de oír y pensar además de recibir información. Sé que soy una especie en extinción: pero todavía disfruto enormemente caminar por mi querido Barrio de La Conchita sin rumbo fijo, de amontonar libros abiertos en mi escritorio para darme una refrescadita de coco; de escuchar la voz de la gente que quiero y no sólo las letritas; de sorprenderme con el paisaje humano en un aeropuerto; de sentir en mis manos los discos de siempre; o de experimentar el placer de arrastrar el lápiz en estos textos.
Por supuesto que, de vez en cuando, me atormento preguntándome sobre el origen de mis fobias. Y creo que se debe a dos personas. Primero, mi admirado padre Juan que jamás usó una tarjeta de crédito y que como buen macho jalisciense decía que los hombres de a de veras llevan el dinero en la bolsa derecha del pantalón, ahí junto a ya saben qué; nunca lo vi tan enojado como cuando le añadí la propina a un mesero con mi recién estrenado dinero de plástico; me dijo que a ese hombre había que darle un billete para que ese mismo día pudiera llevar más pan a su casa.
En otro plano, también me marcó el estremecedor 1984 de George Orwell. Escrito en los 40, anticipaba el futuro medio siglo después. Un gobierno totalitario, una economía centralizada y un infalible sistema de observación sobre cuerpos y mentes de todos los ciudadanos. Una sociedad mediatizada y regida por un gobierno y cuatro ministerios: el de La Verdad, dedicado a las noticias, espectáculos y la educación; el de La Paz, para hacer la guerra; el del Amor, para imponer la ley y el orden; y el de Abundancia, más para unos que para otros. Pero todo ello basado en una infalible maquinaria de control, ejemplificada en pantallas que en todas partes mostraban un frío rostro que repetía una y otra vez: EL GRAN HERMANO TE ESTÁ VIGILANDO.
No sé por qué todo esto me viene a la mente ahora que me entero de que cualquier idiota corrupto es capaz de traficar no sólo con bases de datos, sino con lo que yo más aprecio: la privacía de cada uno y el derecho a vivir la vida como uno quiere y no como te la quieren imponer los demás.
Lástima. Ahora que ya me estaba animando a tomar un nuevo curso cibernético para personas de lento aprendizaje.
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