22 abril 2010
“Justicia que no es expedita es injusticia”.
Emilio Krieger.
I
Las reformas constitucionales para ampliar y, a la vez, reforzar la protección y, ergo, la defensa de los derechos humanos en México, aprobadas por el Senado de la República hace algunas semanas, fueron respuestas a realidades muy concretas.
Y esas realidades muy concretas se representan en el cúmulo espectacularmente monstruoso de violaciones a los derechos humanos de la población civil causadas por las actuaciones de las Fuerzas Armadas, en particular el Ejército Mexicano.
Esas actuaciones son incontrovertiblemente ilegales, con lo cual se quiere decir que la presencia de las Fuerzas Armadas en las calles de las urbes mexicanas violan una miríada de leyes, empezando con la Constitución Política misma.
Ese hecho –el de la ilegalidad— convierte a los personeros de las Fuerzas Armadas en presuntos delincuentes, condición indigna, por impropia, de la filosofía misma que inspira, o debe inspirar, las potestades reales del garante de la soberanía nacional.
Por supuesto, las Fuerzas Armadas, enseñadas a obedecer y actuar en consecuencia con las premisas fundamentales del arte de la guerra, las de que la mejor defensa es el ataque, son también víctimas de la manipulación política de sus propios comandantes.
Éstos comandantes, en particular el supremo, un civil investido espuriamente como Presidente de la República, giran órdenes como si las Fuerzas Armadas hubiesen sido conformadas para fines políticos o de servicio a intereses ajenos al de México.
II
En esas trampas se hallan, precisamente, las Fuerzas Armadas. Expresión elocuente de esa situación coyuntural es la actual y ocurrente. El Ejército se ve forzado a actuar con arreglo a órdenes superiores como una caterva de matachines sin honor.
Esas órdenes del comandante supremo son secuela de imperativos facciosos que nada tienen que ver con la verdadera seguridad nacional, la del bienestar económico y social. Son órdenes giradas por una mafia dominante del poder político del Estado.
Usan, pues, esos facciosos instalados en la investidura presidencial a las Fuerzas Armadas, con la predecible consecuencia: desprestigio y descrédito y deshonor, degradación del concepto mismo de la defensa nacional al inspoirare terror.
La salida –como la propone el general secretario de la Defensa Nacional, Guillermo Galván-- no es la de promulgar leyes a modo para legalizar la impunidad y neutralizar el alcance de las reformas constitucionales en materia de derechos humanos.
No. El Ejército Mexicano está en una trampa, maniatado por la obediencia ciega y su sentido del deber que, utilizado aviesamente por el comandante supremo –jefe de una facción del hampa de la política--, atenta contra la vera razón de ser de aquél: el pueblo.
La noche de los generales es una mala noche; es de pesadillas y, simultáneamente, de insomnios torturadores. Lo que hay que cambiar no es el marco jurídico, sino las trampas de la obediencia ciega, unilateral, lineal, vertical, a un comandante demente.
III
Ello plantea mucho más que reformas a las leyes que eximan a priori de responsabilidades a quienes giran órdenes demenciales y a quienes las acatan sin ponderar sus implicaciones filosóficas --morales, éticas—y, desde luego, prácticas.
Lo que plantea es revisar las trampas en las que se hallan las Fuerzas Armadas, de las que el Ejército Mexicano es el más vulnerable. Éste, si bien tiene por doctrina la de atacar por defensa, también privilegia el discernimiento filosófico del deber.
Y, en esa vena, debe reaccionar bajo las normas del espíritu público. El mejor ejército es aquél que jamás sale a la calle a combatir civiles inermes y desarmados y, por tanto, indefensos, y que discierne las palabras ocultas de sus comandantes de coyuntura.
La patria está en peligro. Más ese peligro no se conjura con soldados en la inconstitucionalidad --a la que se añaden agravantes como violar derechos humanos de la población civil--, sino atacando, políticamente, las causas de dicho peligro.
Y las causas de ese peligro –sin duda enorme, multidimensional-- no se localizan en la población civil inerme, temerosa y descontenta, sino en otros ámbitos, los de la forma de organización política y económica antisocial e incluso antiEjército.
Las Fuerzas Armadas tienen que discernir si sirven a una facción del poder político del Estado o a éste, cuyo elemento constitutivo mayor, principal y más importante es el pueblo. Y a éste se le sirve velando armas por la defensa de sus derechos humanos
Emilio Krieger.
I
Las reformas constitucionales para ampliar y, a la vez, reforzar la protección y, ergo, la defensa de los derechos humanos en México, aprobadas por el Senado de la República hace algunas semanas, fueron respuestas a realidades muy concretas.
Y esas realidades muy concretas se representan en el cúmulo espectacularmente monstruoso de violaciones a los derechos humanos de la población civil causadas por las actuaciones de las Fuerzas Armadas, en particular el Ejército Mexicano.
Esas actuaciones son incontrovertiblemente ilegales, con lo cual se quiere decir que la presencia de las Fuerzas Armadas en las calles de las urbes mexicanas violan una miríada de leyes, empezando con la Constitución Política misma.
Ese hecho –el de la ilegalidad— convierte a los personeros de las Fuerzas Armadas en presuntos delincuentes, condición indigna, por impropia, de la filosofía misma que inspira, o debe inspirar, las potestades reales del garante de la soberanía nacional.
Por supuesto, las Fuerzas Armadas, enseñadas a obedecer y actuar en consecuencia con las premisas fundamentales del arte de la guerra, las de que la mejor defensa es el ataque, son también víctimas de la manipulación política de sus propios comandantes.
Éstos comandantes, en particular el supremo, un civil investido espuriamente como Presidente de la República, giran órdenes como si las Fuerzas Armadas hubiesen sido conformadas para fines políticos o de servicio a intereses ajenos al de México.
II
En esas trampas se hallan, precisamente, las Fuerzas Armadas. Expresión elocuente de esa situación coyuntural es la actual y ocurrente. El Ejército se ve forzado a actuar con arreglo a órdenes superiores como una caterva de matachines sin honor.
Esas órdenes del comandante supremo son secuela de imperativos facciosos que nada tienen que ver con la verdadera seguridad nacional, la del bienestar económico y social. Son órdenes giradas por una mafia dominante del poder político del Estado.
Usan, pues, esos facciosos instalados en la investidura presidencial a las Fuerzas Armadas, con la predecible consecuencia: desprestigio y descrédito y deshonor, degradación del concepto mismo de la defensa nacional al inspoirare terror.
La salida –como la propone el general secretario de la Defensa Nacional, Guillermo Galván-- no es la de promulgar leyes a modo para legalizar la impunidad y neutralizar el alcance de las reformas constitucionales en materia de derechos humanos.
No. El Ejército Mexicano está en una trampa, maniatado por la obediencia ciega y su sentido del deber que, utilizado aviesamente por el comandante supremo –jefe de una facción del hampa de la política--, atenta contra la vera razón de ser de aquél: el pueblo.
La noche de los generales es una mala noche; es de pesadillas y, simultáneamente, de insomnios torturadores. Lo que hay que cambiar no es el marco jurídico, sino las trampas de la obediencia ciega, unilateral, lineal, vertical, a un comandante demente.
III
Ello plantea mucho más que reformas a las leyes que eximan a priori de responsabilidades a quienes giran órdenes demenciales y a quienes las acatan sin ponderar sus implicaciones filosóficas --morales, éticas—y, desde luego, prácticas.
Lo que plantea es revisar las trampas en las que se hallan las Fuerzas Armadas, de las que el Ejército Mexicano es el más vulnerable. Éste, si bien tiene por doctrina la de atacar por defensa, también privilegia el discernimiento filosófico del deber.
Y, en esa vena, debe reaccionar bajo las normas del espíritu público. El mejor ejército es aquél que jamás sale a la calle a combatir civiles inermes y desarmados y, por tanto, indefensos, y que discierne las palabras ocultas de sus comandantes de coyuntura.
La patria está en peligro. Más ese peligro no se conjura con soldados en la inconstitucionalidad --a la que se añaden agravantes como violar derechos humanos de la población civil--, sino atacando, políticamente, las causas de dicho peligro.
Y las causas de ese peligro –sin duda enorme, multidimensional-- no se localizan en la población civil inerme, temerosa y descontenta, sino en otros ámbitos, los de la forma de organización política y económica antisocial e incluso antiEjército.
Las Fuerzas Armadas tienen que discernir si sirven a una facción del poder político del Estado o a éste, cuyo elemento constitutivo mayor, principal y más importante es el pueblo. Y a éste se le sirve velando armas por la defensa de sus derechos humanos
No hay comentarios.:
Publicar un comentario