La estrategia militar contra el narcotráfico no combate al sistema económico-financiero de las organizaciones delictivas ni busca terminar con el consumo de las sustancias ilícitas; en cambio, deja numerosas violaciones a los derechos humanos de la población, aseguran especialistas. El país en “guerra” está desindustrializado, tiene la mayor pérdida de población en el mundo por la emigración, su economía apenas crecerá el 2 por ciento anual en las próximas dos décadas y en su territorio operan cientos de agentes estadunidenses para evitar que las drogas lleguen a sus consumidores.
La “guerra” mexicana contra el narcotráfico le permite a Estados Unidos intervenir en las políticas de seguridad nacional, procuración de justicia, defensa y derechos humanos de México. Aunque es el principal país consumidor a nivel mundial de drogas, abandonó el concepto de “guerra contra las drogas” en su política interior e impidió que su ejército combatiera a los narcotraficantes. Sin embargo, avaló la estrategia militar del Ejecutivo mexicano porque favorece su interés de promover un Estado policiaco y subordinado en esa región.
Para alcanzar ese propósito, Estados Unidos lanzó una estrategia cuya primera fase responsabiliza a México de esa situación. La segunda fase difunde la presunta debilidad de las fuerzas armadas y de seguridad para combatir al narcotráfico, lo que justifica la injerencia de las instituciones de seguridad estadunidenses en el territorio nacional, señala Alberto Montoya Martín del Campo, investigador de la Universidad Iberoamericana.
La última fase del proceso, la cesión total de la soberanía de México, se alcanza cuando las instituciones responsables de contener al crimen organizado, el Ejército y los cuerpos policiacos, se someten a Estados Unidos al autorizarle realizar operaciones militares en territorio mexicano, incluso, instalar sus bases, explica Montoya.
Estados Unidos utilizó durante los últimos 25 años el concepto de “guerra” contra el narcotráfico frente al creciente consumo de drogas ilegales que amenazaba su seguridad pública; sin embargo, las propias autoridades declararon nula esa concepción.
En mayo de 2009, Gil Kerlikowske, director de la Oficina Nacional de Política de Control de Drogas de la Casa Blanca, declaró: “No importa cómo se intente explicar a la gente si es una guerra contra la droga o contra el producto; la gente lo ve como una guerra contra ellos. No estamos en guerra contra la gente de este país”. En consecuencia, el nuevo enfoque estadunidense busca reducir el consumo, dar prioridad al tratamiento y disminuir la encarcelación.
En junio de 2009, Andrew Selee, director del Instituto México del Centro Woodrow Wilson, admitió: “Aunque hace 20 años el combate al tráfico de drogas ilegales y a los grupos delictivos trasnacionales era un tema más en la agenda binacional, actualmente es el prioritario”.
Selee explicó que su país no teme el ingreso de terroristas a su país desde México, sino que cruce su frontera sur la escalada de violencia –secuestros, desapariciones y homicidios–. Ante tal expectativa, respaldó la cooperación de su gobierno con las autoridades mexicanas para frenar a los cárteles.
El gobierno mexicano hace lo que aquel país ya dejó de hacer, pues considera que conviene a sus intereses geopolíticos, manifiesta Montoya.
“Guerra” al enemigo interno
La justificación del gobierno mexicano al lanzar la “guerra” contra las organizaciones del narcotráfico fue reducir su violencia. A pesar de los patrullajes y operativos del Ejército en diversas regiones del país, la violencia aumentó a niveles no observados en décadas, con más de 15 mil asesinatos en los últimos tres años, describe Montoya, autor de una investigación sobre los riesgos para la soberanía nacional de la estrategia militar contra el narcotráfico, que publicará la Universidad Iberoamericana.
Al sacar a las calles al Ejército, sin tratarse de una guerra contra otra nación, la misión del Ejército Mexicano se concibe como el enfrentamiento con un enemigo interno, que pone en riesgo a la seguridad nacional. Esa estrategia, señala el académico, afecta “severamente al Ejército”, pues lo expone al poder corruptor de la economía criminal, a la vez que lo lleva a un terreno estratégico ajeno a su mandato constitucional.
Además, anualmente desertan del cuerpo castrense unos 20 mil elementos, casi 150 mil en los últimos ocho años. Ese fenómeno debilita al Ejército –una institución que debía ser formadora de ciudadanos comprometidos con los más altos valores cívicos y morales–. En los hechos, se convierte en proveedora de cuadros capacitados en las disciplinas militares que ahora se dedican a actividades criminales.
También, el fracaso de la actual estrategia es “de suma gravedad para la nación”, porque pone en riesgo la soberanía, manifiesta el académico. Las fuerzas armadas son el reducto fundamental para la defensa de la soberanía nacional. Una forma de vulnerarla es obligarlas a realizar tareas sin sustento en la Constitución y que, por la complejidad de su misión, no podrán lograr los objetivos propuestos.
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