Editorial de La Jornada
Tres atentados con coche bomba perpetrados ayer en la zona centro de Bagdad, capital de Irak, dejaron como saldo al menos 40 muertos y más de 200 heridos. Estos ataques cierran un fin de semana particularmente violento en territorio iraquí: el pasado viernes, un escuadrón que portaba uniformes militares, similares a los del ejército de ese país, asaltó un pueblo agrícola ubicado en el sur de Bagdad y mató a 25 personas; ayer mismo, otro coche bomba estalló en el barrio bagdadí de Sadiya, en tanto dos proyectiles de mortero cayeron en la Zona Verde de esa capital, un barrio-búnker en el que se localizan los principales edificios gubernamentales y las embajadas de Estados Unidos y el Reino Unido.
Los hechos referidos ponen de manifiesto el carácter absurdo e insostenible de la aventura bélica neocolonial que Washington y sus aliados mantienen en ese país árabe desde hace siete años, periodo en el que han perdido la vida más de 4 mil 300 soldados estadunidenses y centenares de miles de civiles iraquíes inocentes; se han registrado pérdidas materiales incalculables y se han extendido en la población iraquí el sufrimiento y la zozobra generalizados. En ese tiempo, las naciones invasoras han asistido al desgaste sostenido de sus tropas en aquella nación árabe, sin que éstas hayan contribuido a mejorar la seguridad y la estabilidad internas: antes bien, se han erigido en factor de descontento para la población, y en multiplicador de la violencia y la inseguridad. El fracaso de los supuestos intentos de Washington por pacificar ese país resulta doblemente exasperante si se toma en cuenta que la presencia militar de tropas estadunidenses en Irak es producto de una invasión basada en falsedades –como la supuesta existencia de armas de destrucción masiva– y emprendida a contrapelo de la legalidad internacional y del rechazo generalizado de la opinión pública mundial.
El signo irracional de las cruzadas militares de Washington puede verse también en Afganistán, país en el cual persiste una confrontación bélica letal para las tropas invasoras y para civiles inocentes, y que se ha revelado como una trampa para la presidencia de Barack Obama, quien, presionado por los integrantes del complejo militar-industrial estadunidense y por los halcones de Washington, ha accedido a ampliar la presencia militar de su país en esa nación centroasiática. Adicionalmente, en sus empeños por imponer una democracia electoral en Afganistán, Washington y sus aliados no sólo no han logrado dotar de legitimidad a las autoridades afganas –encabezadas por el impresentable Hamid Karzai, ex colaborador de la CIA y aliado de los señores de la guerra–, sino ahora tienen que enfrentar las críticas de éstas: baste señalar, como botón de muestra, lo dicho el pasado jueves por el propio Karzai, en el sentido de que Occidente ayudó a perpetrar un fraude masivo en las pasadas elecciones para debilitar su gobierno.
En suma, ante las consideraciones mencionadas, Washington tendría que comprender que lo procedente y necesario en ambos casos es sacar sus tropas a la brevedad, concluir con una invasión que no ha beneficiado a nadie –salvo a los poderosos intereses corporativos estadunidenses y europeos– y dar paso a gestiones internacionales de pacificación en ambas naciones, en el entendido de que ese proceso –al igual que la democratización, la secularización y la vigencia de las garantías individuales– no podrá ser impuesto por la vía militar, y tendrá que ser alcanzado exclusivamente por los habitantes de esos países.
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