05 abril 2010
Ayer durante la misa de Resurrección el cardenal Ángelo Sodano, en un tono de activista social, le dijo al Papa “Santidad, no está sólo, los fieles no se dejan impresionar por las murmuraciones del momento”. Expresó así su molestia ante las críticas mundiales por los casos de pederastia. Pero ¿qué hay detrás del enojo de los obispos y por qué mientras más hablan más se indigna la sociedad?
La jerarquía católica, una institución eminentemente masculina que cuenta con tres mil obispos y 400 mil sacerdotes en todo el mundo, a la que la periodista Lisa Miller denomina el “club de los hombres solos”, ha sido incapaz de entender el impacto sicoemocional y social del abuso sexual infantil sacerdotal. Así, lo realmente ofensivo, es la falta de compasión de esta institución que ha hecho de su discurso del amor al prójimo un eje vital. Los poderosos religiosos parecen no sentir ni demostrar la empatía necesaria para entender el sufrimiento de miles de criaturas abusadas, y de sus familias (más de 90 por ciento de las víctimas le cuentan el abuso a alguna mujer de la familia) que buscan tanto justicia terrenal como arrepentimiento real de los pederastas.
Ayer Sodano atizó el fuego con sus comentarios. En lugar de mencionar a la infancia puso a la Iglesia como víctima. Para él la incuestionable realidad (miles de abusos sexuales e incluso casos de pornografía infantil) son “murmuraciones”. Las denuncias documentadas en los medios son “maledicencia y una mala fe mediática”.
El equívoco de la Iglesia católica en todo este tema no está en lo que dice sino en lo que omite decir. Su descrédito no está en lo que hace, sino en lo que exige que sus fieles hagan pero a su vez ella se niega a hacer (renovar sus valores morales, por ejemplo).
Está claro que los abusos sexuales no tienen nada que ver con el celibato (millones de personas no tienen coito durante años y no por ello van de violadores a escuelas y orfelinatos), más bien responden a una visión del mundo excluyente, sesgada, discriminatoria, adultocentrista y patriarcal. El tema central es el abuso de poder, es que la Iglesia, como diría Miller en su último artículo de Newsweek, es la última de las instituciones patriarcales que se ha resistido a la inclusión de las mujeres para la convivencia como iguales. Están sí, pero como novicias que lavan y planchan, fieles siervas que cocinan, friegan pisos y hacen camas y, en algunos casos, como silentes esclavas sexuales. Mujeres que reciben consejos de hombres incapaces de establecer relaciones sanas con el sexo opuesto y se ostentan como consejeros matrimoniales profesionales. Mujeres que educan a sus hijos para que obedezcan al clérigo y luego se preguntan cómo el representante de Dios fue capaz de violar a su pequeño.
El discurso del Vaticano revela cuán lejos está la Iglesia de la modernización; expresa su autocomplacencia con una anacrónica y patriarcal visión del poder. En sus alegatos subyace la idea de que ellos están más allá de los derechos de la infancia y de las mujeres, quienes no merecen ni su mirada ni su respeto, porque son sólo ovejas obedientes. Tal vez por eso sus voces, que son gritos, al Vaticano llegan como “incomprensibles murmuraciones”.
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