MÉXICO, D.F., 5 de mayo.- Entre el Papa y los católicos occidentales de hoy hay una brecha. La misma brecha que entre el Rabino Superior de Jerusalén y los judíos de hoy. El siglo XX. El siglo XX y sus revoluciones, cuyos logros el ciudadano occidental disfruta cotidianamente y que en su momento fueron, una tras otra, rechazadas por las ortodoxias religiosas. Y aún ahora, tercamente, lo son.
Digamos la revolución darwinista, para recontar las revoluciones del siglo XX en orden de aparición. La revolución que enhebró un relato de la creación y el sustento de la diversidad de la vida incomparablemente más rico y fiable que ningún otro del que hayamos sido capaces los seres humanos. Un relato que a lo largo del siglo XX se fue detallando y volviendo más seguro y más útil. Que ha ido esfumando nuestra separación intelectual de la Naturaleza. Y que nos guía en este siglo para descubrir formas de relación con la Naturaleza no destructivas.
¿Dónde puede uno todavía escuchar refutaciones de la teoría de la evolución? En las ortodoxias religiosas. ¿Dónde puede uno escuchar diatribas contra la educación científica? ¿Dónde se discute vivamente si ha de experimentarse con células madre? Ahí donde el clero o la sinagoga meten su mano. Digamos la revolución de las mujeres, que elevó hacia la igualdad a una mitad rezagada de la población. Que ensanchó la libertad de esa mitad. La libertad: la suma de las opciones de vida. Y que para el siglo XXI se propone cumplir su promesa de equidad.
En el siglo XXI hay mujeres pilotos de avión, cirujanas, matemáticas, ruleteras, jefas de Estado y toreras. Sólo una misa o un rezo judío, por quién sabe qué misterio de la santa testosterona, no pueden ser presididos por una mujer; y sólo hay dos estructuras de poder en Occidente donde, por definición, ningún puesto, por humilde que sea, puede ser ocupado por una antropoide femenina: las jerarquías del catolicismo y del judaísmo ortodoxo.
Digamos la revolución sexual, que aflojó las prohibiciones al cuerpo humano, originalmente formuladas por el terror a la reproducción excesiva y las enfermedades sexuales. Para planear la maternidad el siglo XX encontró anticoncepciones diversas. Para las enfermedades sexuales halló remedios. Hoy podemos hacer el amor por placer y sin peligro alguno.
Pongámonos serios. La noción de que la sexualidad ha de ser para la reproducción, y sólo para la reproducción, viene de ese pasado donde la sexualidad sí podía tener consecuencias incontrolables. Sostenerlo en el siglo XXI es pura necedad. Pero es una necedad odiosa cuando las ortodoxias se infiltran ahí donde la ignorancia es densa para prohibir, desde las leyes civiles, el aborto y la anticoncepción y regresar, forzadamente, y sin un para qué, a poblaciones enteras al siglo XIX. Tal es el desajuste del catolicismo con la realidad, que ha prohibido el uso del condón, un pedazo de látex, ahí donde la sexualidad desprotegida sí es mortal.
En África buena parte de la responsabilidad por la terrible epidemia del sida es de este Papa y de su antecesor, Juan Pablo II, al prohibir el condón. Digamos el ascenso de los derechos humanos individuales. La certeza de que cada ser humano tiene derechos inalienables. La crisis de hoy de la Iglesia católica, aun si se ve como el Papa la ha querido ver, limitada al encubrimiento de los curas pederastas, delata cómo la Iglesia no ha tomado en serio hasta hoy el derecho de niños y adolescentes a no ser víctimas del abuso.
Ha visto como un mal menor el dolor de las víctimas. Lo ha contrastado con el mal mayor de dañar la reputación de sus sacerdotes pecadores. Y solamente el reclamo generalizado de Occidente lo ha hecho reconsiderar en algo que Occidente da por sentado desde hace décadas. El abuso de los más débiles es un crimen.
Lo cierto es que los creyentes de Occidente han ido abandonando las ortodoxias, y de los que aún acudimos a sus templos, muchos lo hacemos con una herida en la conciencia. Una herida, una brecha, un descreimiento, no en Dios, sino en las normas que las ortodoxias proponen para la vida. Normas que demasiado a menudo nada tienen que ver con el afán de religar la conciencia del creyente con una conciencia más amplia, que es para lo que un creyente se integra a una comunidad religiosa.
Normas que los creyentes llamamos con cariño tradición; o costumbres pintorescas; o, por fin, misterios. Pero que han convertido a las religiones en bodegas de costumbres estorbosas, a menudo antidemocráticas, a veces injuriantes. Y que no son sino la acumulación de rezagos y terquedades de las burocracias de la religión. Este descreimiento del creyente en misa; este parpadeo de incredulidad del creyente durante los rezos; este el verdadero cisma entre los creyentes y los líderes religiosos de nuestro tiempo. Esta ruptura que no curará el Papa sencillamente expulsando a los pederastas del sacerdocio.
Cito a Hans Küng, de su carta a los obispos y fieles católicos. “No callen. Al callar ante tantos errores acumulan ustedes culpas interiores... (En estos tiempos de crisis) no manden a Roma su devoción incondicional, sino reclamos de reformas”.
Digamos la revolución darwinista, para recontar las revoluciones del siglo XX en orden de aparición. La revolución que enhebró un relato de la creación y el sustento de la diversidad de la vida incomparablemente más rico y fiable que ningún otro del que hayamos sido capaces los seres humanos. Un relato que a lo largo del siglo XX se fue detallando y volviendo más seguro y más útil. Que ha ido esfumando nuestra separación intelectual de la Naturaleza. Y que nos guía en este siglo para descubrir formas de relación con la Naturaleza no destructivas.
¿Dónde puede uno todavía escuchar refutaciones de la teoría de la evolución? En las ortodoxias religiosas. ¿Dónde puede uno escuchar diatribas contra la educación científica? ¿Dónde se discute vivamente si ha de experimentarse con células madre? Ahí donde el clero o la sinagoga meten su mano. Digamos la revolución de las mujeres, que elevó hacia la igualdad a una mitad rezagada de la población. Que ensanchó la libertad de esa mitad. La libertad: la suma de las opciones de vida. Y que para el siglo XXI se propone cumplir su promesa de equidad.
En el siglo XXI hay mujeres pilotos de avión, cirujanas, matemáticas, ruleteras, jefas de Estado y toreras. Sólo una misa o un rezo judío, por quién sabe qué misterio de la santa testosterona, no pueden ser presididos por una mujer; y sólo hay dos estructuras de poder en Occidente donde, por definición, ningún puesto, por humilde que sea, puede ser ocupado por una antropoide femenina: las jerarquías del catolicismo y del judaísmo ortodoxo.
Digamos la revolución sexual, que aflojó las prohibiciones al cuerpo humano, originalmente formuladas por el terror a la reproducción excesiva y las enfermedades sexuales. Para planear la maternidad el siglo XX encontró anticoncepciones diversas. Para las enfermedades sexuales halló remedios. Hoy podemos hacer el amor por placer y sin peligro alguno.
Pongámonos serios. La noción de que la sexualidad ha de ser para la reproducción, y sólo para la reproducción, viene de ese pasado donde la sexualidad sí podía tener consecuencias incontrolables. Sostenerlo en el siglo XXI es pura necedad. Pero es una necedad odiosa cuando las ortodoxias se infiltran ahí donde la ignorancia es densa para prohibir, desde las leyes civiles, el aborto y la anticoncepción y regresar, forzadamente, y sin un para qué, a poblaciones enteras al siglo XIX. Tal es el desajuste del catolicismo con la realidad, que ha prohibido el uso del condón, un pedazo de látex, ahí donde la sexualidad desprotegida sí es mortal.
En África buena parte de la responsabilidad por la terrible epidemia del sida es de este Papa y de su antecesor, Juan Pablo II, al prohibir el condón. Digamos el ascenso de los derechos humanos individuales. La certeza de que cada ser humano tiene derechos inalienables. La crisis de hoy de la Iglesia católica, aun si se ve como el Papa la ha querido ver, limitada al encubrimiento de los curas pederastas, delata cómo la Iglesia no ha tomado en serio hasta hoy el derecho de niños y adolescentes a no ser víctimas del abuso.
Ha visto como un mal menor el dolor de las víctimas. Lo ha contrastado con el mal mayor de dañar la reputación de sus sacerdotes pecadores. Y solamente el reclamo generalizado de Occidente lo ha hecho reconsiderar en algo que Occidente da por sentado desde hace décadas. El abuso de los más débiles es un crimen.
Lo cierto es que los creyentes de Occidente han ido abandonando las ortodoxias, y de los que aún acudimos a sus templos, muchos lo hacemos con una herida en la conciencia. Una herida, una brecha, un descreimiento, no en Dios, sino en las normas que las ortodoxias proponen para la vida. Normas que demasiado a menudo nada tienen que ver con el afán de religar la conciencia del creyente con una conciencia más amplia, que es para lo que un creyente se integra a una comunidad religiosa.
Normas que los creyentes llamamos con cariño tradición; o costumbres pintorescas; o, por fin, misterios. Pero que han convertido a las religiones en bodegas de costumbres estorbosas, a menudo antidemocráticas, a veces injuriantes. Y que no son sino la acumulación de rezagos y terquedades de las burocracias de la religión. Este descreimiento del creyente en misa; este parpadeo de incredulidad del creyente durante los rezos; este el verdadero cisma entre los creyentes y los líderes religiosos de nuestro tiempo. Esta ruptura que no curará el Papa sencillamente expulsando a los pederastas del sacerdocio.
Cito a Hans Küng, de su carta a los obispos y fieles católicos. “No callen. Al callar ante tantos errores acumulan ustedes culpas interiores... (En estos tiempos de crisis) no manden a Roma su devoción incondicional, sino reclamos de reformas”.
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